06/01/2019
La ciudad de la paz.
Epifanía
Is 60, 1-6
Sal 71, 1-2. 7-9. 10b-13
Ef 3, 2-3a. 5-6
Mt 2, 1-12
Cuando Dios nace en tu interior la Realidad entera
se conmueve y reconoce en ti la consciencia de saberte habitado por aquél que
le da sentido a ella. Entre ella y tú se da un reconocimiento, una resonancia
fundamental, que os coloca en sintonía. Ya nada puede serte ajeno y tu
existencia se transforma en esa estrella que anuncia el gran acontecimiento. Dios vive en ti. Realmente, vive en cada uno
de nosotros pero tú eres ya de esos que le han dado permiso para entrar y para hacer
cambios en la configuración de su disco duro. Una vez que consentimos en esta
compenetración no somos ya simplemente nosotros, somos Jerusalén, la ciudad de
la paz, el Templo vivo que acoge a todos. La vida brota desde nuestro interior
hacia los demás de forma que el mundo exterior reconoce nuestro cambio y lo
potencia. Hasta nosotros llegan las caravanas de quienes viven en búsqueda.
Algunos de ellos optaron ya por este camino, por abrir la puerta a Dios y
permitirle vivir en su interior, aunque lo hicieran en diferentes idiomas y
tradiciones. Con ellos continuamos nuestra propia búsqueda, igual a la suya,
pero siempre distinta, personal y comunitaria.
Frente a nosotros colocan tres símbolos. El oro
representa lo mejor que el mundo puede ofrecer. Es el material cuyos átomos se
han combinado para llegar a ser el más noble metal. Representa la perfección
que el mundo puede alcanzar. Es regalo para un rey, para quien está en la cima
de la evolución como responsable de todo, llamado a llevar la creación entera
hacia su perfección. La volatilidad del incienso nos habla de la capacidad de
lo terreno de llegar hasta la divinidad. Fue ofrenda para el Dios que se hizo
hombre y lo es también para la semilla de divinidad que nos habita y nos anima
a no olvidar nuestro origen, a sacralizar la tierra compartiéndola con los
demás y desgajándola de latifundios que pervierten su vocación universal. La
mirra, presentada ante un niño de carne y hueso, para nosotros es también recuerdo
de nuestra transitoriedad, de la fragilidad que ponemos al servicio del Reino
como ladrillo que debe fortalecerse en la comunión con todos los demás seres
humanos.
Estamos llamados a descubrir que todos somos, a la
vez, niño que nace y magos que reconocen, adoran y estimulan a todos los niños,
a todos los hermanos. Todos estamos llamados a cuidar de todos, a ser
responsables de todos, a dar pie a todos, a decirles que no importa la pobreza
que ellos crean percibir en su interior. Incluso en Belén, la más pequeña y
pobre aldea de Judea, un país de paso entre los bloques del mundo, se obró el
milagro y surgió algo nuevo. De tu propia tierra, del fondo de tu alma, surgirá
la verdad que desde siempre habita en ti y transformará esa porción del mundo a
tu alcance. Esta es la gran Epifanía. Ninguno somos tan sólo nosotros mismos,
todos llevamos en nuestro interior a la divinidad pidiéndonos que aceptemos encarnarla
a semejanza de lo que ya hizo Jesús. Ante cada hombre o mujer hemos de abrir nuestros
presentes y manifestarles su verdadera
naturaleza. Lo contrario es ceder terreno a Herodes, a la oscuridad que
pretende sofocar lo nuevo para que todo permanezca igual, para que nada cambie.
Es la otra cara de la moneda. Somos nosotros mismos buscando motivos para
permanecer acomodados en nuestra instalación, buscando convencer también a los
demás para que nada perturbe el orden presente.
La ciudad de la Paz |
"Insinuante casi siempre,
ResponderEliminaren tu sonrisa te derramas
Tu clamor siempre nos arraiga
En nuestra pequeña entrega ya estás
Nuestros pasos lo dilatan..."