04/08/2019
De los ídolos.
Domingo XVIII T.O.
Qo 1, 2; 2, 21-23
Sal 89, 3-6. 12-13. 17
Col 3, 1-5. 9-11
Lc 12, 13-21
Jesús no se dejó atrapar. Se dio cuenta, en éste
como en otros casos, de que querían aprovechar su popularidad para obtener
beneficios espurios. Con toda claridad, renuncia a mediar en un litigio que se
situaba en el nivel meramente material y a partir de ahí condena el afán de
acumular riquezas y aconseja que se busque ese otro tipo distinto de riqueza
que es bueno a los ojos de Dios. El cuento de la lechera, en el que todos
caemos tantas veces, no es compatible con quien decide vivir al día, como los
lirios o los pájaros, confiando en el cuidado de Dios. En realidad, tampoco nos
dice en qué consiste esa otra riqueza, señal de que quienes le estuviesen
oyendo ya lo sabían o de que el evangelista no quiso aquí proponer una lista
cerrada, tal vez ya intuía lo mucho que nos gusta agarrarnos a la norma. San Pablo, sin embargo, prefiere decirnos lo
que no hay que hacer y nos habla de aquello que es bueno evitar: todo lo que
hace mal al hermano. Una sexualidad que instrumentalice al otro; una vida que
traicione la naturaleza que somos y el destino al que estamos llamados; dejarse
llevar únicamente por las apetencias, reduciendo la pasión al motor de una
satisfacción instantánea; el apetito desmedido por acumular mucho más de lo
necesario, privando de tantos bienes necesarios a los demás y, finalmente, el
apego a la riqueza monetaria como forma de seguridad que es, además, una
idolatría. De esto último nos estaba hablando hoy Jesús.
Y aún dice Pablo: “No os mintáis unos a otros”. Ya
habéis renunciado al hombre viejo. Vivid como hombres nuevos sin quebrantar la
confianza de vuestros hermanos. Donde no cabe ya distinción alguna entre unos y
otros, todos son, por fin, una fraternidad y se relacionan como tal. Todos han
dejado ya atrás esas riquezas a evitar y buscan las celestes. Esas riquezas que
agradan a Dios resultan ser, pues, los tesoros que acumula quien persigue el
bien de los demás. Habiendo muerto con Cristo, continua Pablo, estamos con él,
escondidos en Dios. Y Dios habita, como ya sabemos, en el interior de cada ser
humano. Allí donde mora Dios, en lo más íntimo de mí, moran también mis
hermanos tal como moro yo en ellos. No puedo mentir a quien reconozco vivo en
mí mismo. Si esa mentira se da es el anuncio de que vivo aún más pendiente de
mí que de los demás. De que aún no he muerto con Cristo, sino que sigo los
impulsos de mi propia vanidad. Ella me convence de que soy yo el centro del
universo y me incapacita para percibir que es la bondad del Señor la que hace
verdaderamente prósperas nuestras obras. Ese es el espíritu idólatra, el que
necesita asegurar su centralidad manteniendo la pujanza y el reconocimiento
social y exige rendir pleitesía al dinero como signo de poder y herramienta que
enderece todos los senderos.
El dinero tiene su utilidad en este mundo que hemos
construido. Pero es una poderosa arma de doble filo. Quien lo posee adormece su cuerpo y su
conciencia: descansa, come, bebe y banquetea. Es un programa de evasión
completo. No hay mejor imagen de un ídolo. Quien, por el contrario, se mantiene
en el filo entre su propia aceptación y la realidad que Dios le descubre consume
lo necesario, se reconoce llamado a la trascendencia y a la comunión con todos
y con todo y vuelca en todos su ser y su experiencia: simplemente come, reza y
ama con y en la profundidad del instante.
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