19/04/2020
Cantarán en
sus tiendas.
Domingo II
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Hch 2, 42-47
Sal 117, 2-4.
13-15. 22-24
1 Pe 1, 3-9
Jn 20, 19-31
Jesús se plantó allí en medio sin que las puertas
atrancadas pudieran detenerle. Él puede penetrar hasta lo más hondo de
nosotros. Desde allí brinda la paz a todos y a cada uno. Porque no hay nada en
ninguna comunidad que no anide ya en el corazón de sus miembros, o de algunos
pocos. Cuando desde el interior personal florece al exterior puede ser allí acogido,
o no. ¿Y quién puede reprocharle a Tomás que necesite ver para creer? Él sólo
ansiaba ver transfigurado el dolor del pobre, la llaga sanada ¿Y quién no ha
deseado esto alguna vez? ¿Acaso no es ese dolor, el infringido y lacerante, el
dolor violento que niega la fraternidad, motivo de increencia y desapego?
Porque se puede comprender el mal natural y aceptar que un desastre pasó y nadie es culpable de ello. Pero un dolor
provocado, descargado sobre los demás por cualquier motivo, comprensible o no,
¿no es causa suficiente para exigir la reparación antes de creer en la bondad
de un Dios que no es capaz de detener la mano homicida? ¿Merece la libertad de
nadie tanto respeto? ¿No merece más el inocente que el padre detenga la mano
del hermano agresor? Tomás necesitaba ver el dolor sanado igual que mucha gente
necesita todavía hoy encontrar respuesta para estas preguntas.
El anhelo de Tomás fue satisfecho en aquella
comunidad donde Jesús resucitado estaba presente. Nosotros, sin embargo, seguimos
sin explicación para la maldad. Necesitamos ver y buscamos quien pueda
transfigurarnos el dolor. Nos cuesta percibir la paz del aliento del resucitado
pero aún así esa resurrección nos ha regenerado para una nueva esperanza que es
resguardada por la fe. Resguardada por la fe: la fe, nuestra confianza en el
amado es nuestro seguro; no es un tesoro que debamos defender del error, es
nuestra determinación de esperar en aquél que nos conforta. A la luz de la fe y
la esperanza, podremos ser capaces de perseverar en la comunión, de orar unidos
y compartir, según las necesidades y posibilidades, todo aquello que
conservemos después de desprendernos de lo caduco. Así, levantaremos un templo
que acoja todas las fes y con todos celebraremos la intimidad e identidad con el
alimento que nos abre a esa esperanza nueva, alegre y sencilla. Comunidad
universal que acoge a todos y que obra el prodigio de hacer realmente presente
al resucitado en su seno. Porque allí donde toda herida es sanada se percibe la
resurrección y se hace palpable la naturaleza amorosa que hizo resurgir a Jesús
desde el abismo.
Allí se puede ver a Dios. Felices los que creyeron
sin ver; los que confiaron en Dios y en sí mismos para unirse y crear esa nueva
porción terapéutica en medio del mundo; los que no se dejaron dominar por la
ira y amaron más al Dios que descubrieron en el encuentro con los otros que a
sus propias exigencias de comprender. Felices los que han aprendido a
perdonarse como signo de paz y de sanación. Felices los que han entendido que
la salvación del alma consiste en dejarla donde Dios la ha colocado ya: en el
centro de su propio corazón, sin sucumbir a desconfianza alguna, intuyendo que
amar a Dios es amar al hombre y transfigurando para todos cualquier dolor. Por
eso para ellos cualquier tribulación es un aquilatamiento; un acrecentamiento
de esa confianza y son capaces de entonar cantos de victoria en sus tiendas
reconociendo la misericordia y la audacia del Señor.
Cantarán en sus tiendas |
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