12/04/2020
Desde el interior.
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Hch 10, 34a. 37-43
Sal 117, 1-2. 16ab-17. 22-23
Col 3, 1-4
Secuencia
Jn 20, 1-9
La tumba vacía es el símbolo del espacio que
dejamos en nuestro interior para acoger la buena noticia de la vida permanente.
Es un hueco matricial, vaciado al fin una vez que ha dado ya su fruto. Pero no
es esta una experiencia instantánea, que se aprecie de una vez. Todo parto es
doloroso. Esa fue la experiencia de María Magdalena una mañana como esta. Para
ella, como para los demás, todo había terminado ya del peor modo posible. Sin
embargo, por una vez, la segunda parte iba a ser mejor que la primera. En un
primer momento, la dominó el miedo y no vio más allá de un nuevo peligro. Avisados
por ella, llegaron después Pedro y Juan que querían ver por sí mismos y al
entrar vieron y creyeron. Hace falta entrar para ver, cambiar el punto de
vista, ver desde otro lado, desde el interior mismo de la tumba, es decir:
desde la experiencia de Jesús. Podemos decir también que no es ya en la tumba
de Jesús donde hay que entrar, sino en la propia de cada uno. Es imposible
resucitar sin haber muerto antes. Y se resucita por la acción de Dios, que no
deja a nadie caer en el vacío. Así lo afirma el testimonio de los apóstoles en
las lecturas de hoy. El salmo y la secuencia se hacen una sola voz con ellos.
Dios resucitó a Jesús, que había pasado haciendo el bien, convirtiéndole en la
piedra fundamental que une nuestra vida a la suya. Nosotros, que hemos entrado
ya en nuestro propio sepulcro, hemos resucitado ya con Cristo; hemos muerto al
interés egoísta de este mundo y hemos dejado de lado todo aquello que no sirva
para encontrar los bienes del Reino.
Este Reino es más bien un reinado. Es un dinamismo
que surge del amor de Dios. Es Dios mismo ejerciendo su modo de ser. Y ese
dinamismo es para el hombre fruto y motivo de resurrección. Quien se atreve a
morir como Jesús fue muriendo poco a poco en su vida, se incorpora a ese
dinamismo al resucitar, al despertar y abandonar la crisálida, y la participación
en ese señorío divino le convierte en señor de sí mismo, le libera y le hace
liberación para los otros. Es un movimiento espiral que profundiza en la
progresiva transformación-resurrección. Tuvo un comienzo pero no tendrá un
final mientras la unión con Dios no sea absoluta, mientras no importe más el
bien de los demás que el propio. Jesús, buscándose, como todos, a sí mismo
descubrió un Dios completamente nuevo que le llevó al olvido de sí en favor de
los demás hasta el extremo de hacerse uno con Dios, de descubrir su identidad
más profunda, a la que le era imposible morir.
La resurrección es un camino, un proceso de
vivificación. No es un despertar en otro mundo u otra dimensión, sino la plena
comprensión de éste y ese es el primer paso, la puerta hacia un modo diferente
de ser y afrontar la realidad conocida. Atravesaremos así muchos modos o
estancias, moradas en las que habitar en Dios y desde las que relacionarnos con
los demás. La definitiva resurrección se dará cuando ese cambio afecte a la
totalidad de la persona, cuando toda ella, movida por el Espíritu, se afane,
imitando al Hijo, en trasvasar a todos el amor que recibe del Padre sin
pretender retenerlo para sí.
Desde el interior |
"...resucitas Tú, Pascua
ResponderEliminarAcogedora sonrisa, de frutos, derrotas y tempestades...
Resucitas
Visión que transciende
Y en un Puente
se entrelazan eslabones que comprenden, que descienden..."
Resurrección de cada uno...
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