sábado, 25 de mayo de 2024

SIN LÍMITES. Santísima Trinidad

26/05/2024

Sin límites.

Santísima Trinidad.

Dt 4, 32-34. 39-40

Sal 32, 4-6. 9. 18-20. 22

Rm 8, 14-17

Mt 28, 16-20

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Amar es salir de sí para encontrarse con el otro y procurar su bien. El texto del Deuteronomio afirma que esto es lo que hizo Dios con su pueblo. Verdaderamente, Dios ha amado a Israel. El salmista participa del mismo reconocimiento y testimonia que los fieles del Señor esperan en su misericordia. Todo esto, además, es cierto no solo hacia fuera, sino también hacia dentro. Es decir, lo central no está en que Dios ame sino en que es amor. Lo decisivo, queremos decir, no consiste en que Dios se haya comportado así con un pueblo, sino que el interior de Dios es también así: un continuo buscar el bien del otro. Padre e Hijo persiguen el bien del otro y el amor recíproco que se tienen es el Espíritu. El Padre pronuncia la Palabra a partir de la cual todo es originado y el aliento en el que esa Palabra es pronunciada es la Ruah. La Palabra, que es distinta del Padre, pero es también Dios, realiza aquello que enuncia apoyada en la misma Ruah que vuelve al Padre quien la acoge como entregada y la reconoce como propia. Así, Dios es relación de amor constituida entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Un bello enigma.

Pablo afirma que esa Ruah coincide con el espíritu humano en un testimonio único: somos hijos de Dios. Recordemos que todos debemos, según Jesús, amar al prójimo como a nosotros mismos. Este amor no es mera preservación o complacencia. Procurar nuestro propio bien es colocarnos en sintonía con el bien querido por Dios. En ocasiones esa determinación puede tener origen en nosotros mismos pero necesita de la asistencia del amor divino. Es posible que nuestro yo decida acomodarse y renunciar a seguir adelante. El yo que Dios nos propone nos es accesible mediante la determinación que surge de la victoria sobre ese yo limitador. Amarnos a nosotros mismos es perseguir ese otro yo que Dios nos propone. Nuestro propio espíritu es la fuerza que nos lleva a querer pasar de uno a otro. La Ruah nos asiste en este empeño y completa nuestro esfuerzo. Amar al otro como a nosotros mismos es ayudarle a alcanzar su propio yo. El espíritu de cada uno es personal, pero la Ruah es la misma en ambos y es la que nos comunica. Dios mora en cada uno y en todos reconozco al Dios que mora en mí.

Jesús, con la nueva autoridad que ha recibido, nos envía a bautizar en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esta fuente de amor ya no es privativa de una única nación. Los contornos del pueblo elegido  se difuminan para aceptar a todos en su seno pero de un modo nuevo. Dios ya no es un ser lejano que se aproxima al hombre sino que anida en su interior para extenderse a partir de él a todos los demás. Recorrer el mundo no sirve de nada si no conseguimos congeniar con quienes nos encontremos de modo que pueda darse una comunión efectiva entre ellos, nosotros y el Dios que es uno en tres. La individualidad ha llegado a su fin. El personalismo tiene sentido porque todo ser vivo se realiza personalmente acercándose a los demás de forma amigable y respetuosa o impositiva. Cada uno es responsable, pero no solo de sus actos, sino también de como ofrece a los demás esta nueva concepción trinitaria de la unidad. Ya no somos tú y yo, sino tú, yo y Dios y él está en la forma en que tú y yo nos relacionamos y amamos. Porque su ser amor no es una forma exclusiva sino expansionista; sin límites. 

 

 

Sin límites

 

 


 

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