domingo, 27 de agosto de 2017

Domingo XXI Ordinario



27/08/2017
Domingo XXI Ordinario
Is 22, 19-23
Sal 137, 1-3. 6. 8bc
Rm 11, 33-36
Mt 16, 13-20
Esta es la pregunta fundamental: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” y la cuestión decisiva para poder contestarla es caer en la cuenta de que no podemos darle un respuesta por nosotros mismos. Si recurrimos a la razón, si nos dejamos guiar por nuestras necesidades o, incluso, apelamos a ciertas esperanzas, a la carne y la sangre, en suma, contestaremos diciendo que este Jesús que nos pregunta es cualquiera de los profetas, la reencarnación de una gran figura del pasado a la que admiramos y de la que sabemos cierto que estaría hoy de nuestra parte… La genialidad de Pedro consiste en olvidar todo eso y en dejar brotar, sin cortapisa alguna, la voz que clama en su interior: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios Vivo”.
Puesto ante aquél hombre fascinante que desde hace un tiempo les revelaba un  mundo nuevo, una nueva forma de relacionarse con Dios y con los hombres, Pedro sólo puede proclamar esa verdad que descubre en su interior. Que, en la vida de este amigo nuestro, de este hombre concreto, se transparenta Dios por todos sus poros. El Dios de nuestros padres está aquí, compartiendo nuestra naturaleza y encarnando ante nosotros su misericordia. La revelación se expresa como descubrimiento, como una certeza personal incontenible.
Lo que Isaías sólo pudo expresar como elección divina en función de los méritos de los elegidos y lo que Pablo predicará como misterio, como constatación de que a Dios nadie lo ha conocido ni comprendido en su intimidad pues sus caminos y su profundidad resultan insondables, lo grita Pedro a los cuatro vientos con su rústica sencillez, acercándose a la súplica del salmista: “No abandones la obra de tus manos”.
 Tal vez Pedro fue la primera piedra, pero él mismo, con el tiempo y el Espíritu, diría que todos somos piedras vivas. A quienes realizan este descubrimiento y confiesan su fe en él, Jesús los coloca como cimiento de su Asamblea y les entrega las llaves del reino de los cielos. Somos Asamblea de Jesús el Mesías; tenemos las llaves del reino. No necesitamos ya vivir pendientes de reglamentos, lo hacemos en comunión con el Hijo de Dios Vivo, compartiendo con él la vida y ofreciéndosela a los demás. Descubrir a Dios en nuestro interior y dejarlo aflorar sin intentar domesticarlo a nuestro antojo, para que sea verdaderamente nuestro lazo de unión con todos los hombres por encima de diferencias culturales, políticas o religiosas, es la llave, la clave fundamental. Acallarlo para aferrarse a otros dioses más cómodos es mantener esta tierra ajena a su vocación última: devenir los cielos; el lugar donde el Reinado de Dios se hace real gracias a la implicación y cooperación de todos.

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