jueves, 11 de octubre de 2018

EL OJO DE LA AGUJA. Domingo XXVIII Ordinario.


14/10/2018
El ojo de la aguja
Domingo XXVIII T.O.
Sb 7, 7-11
Sal 89, 12-17
Hb 4, 12-13
Mc 10, 17-30
Algo tienen en común la sabiduría y la vida eterna: que son opuestas a la riqueza. Ambas son, también, objeto de deseo. Por encima de esa riqueza entendida como acumulación egoísta de bienes que elude la justicia y perjudica a los demás o como desproporcionada confianza en las propias fuerzas y el apego a valores entendidos en su versión más superficial, existe quien desea alcanzar la sabiduría o la vida eterna. La sabiduría es percibir el mundo con los ojos y el corazón de Dios. Desde esa perspectiva, la salud no es ya tan sólo un bienestar físico, sino acercamiento a la fuente de la vitalidad por encima de otras circunstancias que parecerían mermar ese bienestar. La belleza no es simple acomodación a cánones externos, sino acercamiento a la raíz de donde procedemos y vivencia de la propia esencia en apertura a los demás y a toda la realidad.
La vida eterna, por su parte, es la vivencia de esos valores en la plenitud de cada momento ya en esta vida tan normal a la que no prestamos atención, en la plenitud de este presente. Los mandamientos de la Antigua Alianza son el comienzo de ese camino. En síntesis, reconocer la acción de Dios en tu vida y en el mundo y no dañar a nadie ni a ti mismo dejándote llevar por arrebatos, por la ira o por intereses que tu creas beneficiosos cuando en realidad te alejan de los demás y de tu propia esencia; esa que compartimos todos los humanos con la naturaleza de la que todos formamos parte y con Dios que lo abarca, funda y sostiene todo. A partir de ahí, se impone el interés por quien más lo necesita, la renuncia a la propia comodidad para poner la vida al servicio de los demás, el acercamiento a los desheredados del mundo en quienes se hace especialmente presente el Dios que habita en todos. Es este un gesto cotidiano porque así lo requiere el orden social, pero es también heroico porque exige la renuncia a uno mismo para permitir que la divinidad que en mi reside pueda enlazarse con la que habita en el hermano  empobrecido. Es esa divinidad la que nos da sentido a ambos en el gesto de permitir que fluya y que la corriente nos hermane acercándonos también a todos los demás. Manar, hermanar… encerrarse en uno mismo es taponar el manantial y negar al otro la posibilidad de gozar de aquello que nos pertenece a todos, de aquello que le concede dignidad de ser humano. Toda persona encuentra su raíz última cuando vive asociada a otros en el seno de ese amor fundante que conocemos como Dios.
Cerrarse a esta corriente es también negarle al ser divino la posibilidad de reconocerse en el otro y "reconstruirse" en nuestra unión. Jesús nos dijo que podría ser imposible para nosotros, mas no para Dios pues sólo él es bueno, sólo él es capaz de la heroicidad máxima de negarse a sí mismo y esconderse en el alma de cada uno para unirnos a todos. Su palabra es esa espada que corta lo gangrenado para dejar que florezca lo santo y lo bello, aquello que crea la unidad y nos acerca a quien es nuestra meta y origen. Jesús fue esa misma Palabra actuando en plenitud, hablando y obrando a la vez, abriéndonos la puerta a un mundo nuevo a través del ojo de la aguja que es este momento concreto, en apariencia insignificante, y desechado por tantos. 

El ojo de la aguja

2 comentarios:

  1. Ojos desnudos,
    despojados despojan,
    posibilitan aperturas
    Trascendente

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    1. Ojos que se tienden hacia el mundo y hablan desde el fondo de uno mismo.
      Miradas, caricias, música, aromas, sabores... idiomas que te dicen a los demas y que te dicen de los demás.
      La trascendencia crea comunión y ésta te orienta hacia aquella.
      Un abrazo.

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