16/06/2019
A las puertas.
Trinidad.
Pr 8, 22-31
Sal 8, 4-9
Rm 5, 1-5
Jn 16, 12-15
Dios nunca ha sido un ser solitario. Su salida de
sí, su negación de la soledad lleva impresa su cualidad de ser. Su mismo ser se
expande desde su renuncia para originar un mundo capaz de albergarle. La
sabiduría es la comprensión del mundo según Dios de quien lo contempla sin ser
él, pero es también la lógica que guía el amor del Padre que se ofrece para dar
a luz lo distinto de sí. Es la razón guiada por el amor; el amor que conoce y
se recibe a sí mismo al reconocerse en lo que le es entregado. Es el Hijo que
se hace consciente de su existencia y se comporta como el Padre, de quien, como
todo hijo, aprende su forma de ser. Así, tampoco él se guarda nada y lo entrega
todo en respuesta. Padre e Hijo son Ser amorosamente entregado y recibido en
mutua relación. Ser que se da y se recibe con lógica fecunda. Y la densidad de
esa mutua donación es la corriente a la que llamamos Espíritu; el aliento que
fecunda la sabiduría y origina la vida propia y autónoma del mundo, según
la voluntad del Padre y la imagen del
Hijo. Porque aquél lo quiso y éste lo recibió.
Este amor entre Padre e Hijo al que llamamos
Espíritu, a quien Jesús experimentó como origen y guía, fue quien posibilitó
que Dios asumiera una naturaleza humana, haciéndola capaz de responder filialmente,
de reconocerse a sí misma y de reconocer al mundo según su sabiduría. Jesús se
identificó absolutamente con Dios, viviéndolo como Abba hasta el punto de tener
como propio todo lo que descubría de él; lo que de él vivía en sí mismo, en los demás y en el mundo. Por
eso, al querer transmitirnos su experiencia, lo hace como directamente tomada del
seno del Padre con quien todo lo comparte y nos promete el mismo maestro que
nos mostrará la verdad que él ya contempla. Será el Espíritu, pues, quien
derrame en nuestros corazones al amor de Dios. Amor entregado, amor recibido,
amor sabio, sabiduría amorosa, amor contemplado: amor vivido, en suma.
¿Qué tendrá todo esto que ver con la vida de cada
día? Preguntarán muchos. Y podríamos preguntar también ¿Qué no? El mundo, la
fracción de realidad que conocemos, se inició con un gesto de amor. Nada hay
dejado al azar, ni destinado a perderse en soledad. Todo está llamado a
reunificarse en el amor que lo originó. Pero ese mismo amor será distinto al
llegar a su culminación pues habrá recogido los frutos de su fecundidad. Su
materialidad original se habrá enriquecido con la nuestra. Nuestra carne y
sangre, el conjunto de nuestra experiencia humana, son la cima de la evolución
que el Espíritu inició y llevan consigo a todas las demás. No en sí, sino consigo:
somos la nueva arca convocada a custodiar y salvar la realidad. Empezando por
nuestras relaciones personales más próximas, extendiéndolas a las más alejadas
y a las que mantenemos con toda la diversidad de la vida y de la materia. Todo
existe en el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu y es esa comprensión la que
nos pone a las puertas de la contemplación del misterio del que todos formamos
parte. Contemplar, reconocer y actuar en consonancia con esta realidad que
somos y experimentamos es la puerta de la sabiduría, del conocimiento que nos
conforma, del amor que nos origina y al que estamos llamados a alcanzar en la
unidad que nos constituye como pueblo, como especie y como seres vivientes.
Andrei Rublev. Icono de la Trinidad (ca. 1411). Reproducción. |
Gracias!
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