02/06/2019
Seducidos por la plenitud
Ascensión del Señor
Hch 1, 1-11
Sal 46, 2-3. 6-9
Ef 1, 17-23
Lc 24, 46-53
Los textos hacen ascender a Jesús para hacernos
comprender que en él se ha consumado ya una plenitud en la que trata al Padre
de tú. Se completa así un dinamismo que, sin embargo, está destinado a no
concluir nunca. Dios se negó a sí mismo para hacerse lo que no era y desde la
oscuridad del no-ser fue creciendo hasta hacerse realidad consciente de su
excepcionalidad, de su conexión con lo divino: llegó a ser hombre, carne
humana. Y en esa excepcionalidad descubrió, junto a su singularidad personal, la
particularidad de su naturaleza divina. Así, el viaje de Dios abarcó todo el
arco posible desde la plenitud divina hasta el no-ser y desde allí hasta la
plenitud humana que se abre a la divinidad haciéndose uno con ella. Dios y
hombre a la vez, en íntima relación amorosa. Esa misma relación es la que Jesús
prometió a todos. El Espíritu esperado es ese amor entre Padre e Hijo que, por
un lado, lo puso todo en marcha y, por otro, fue plenamente reconocido y
acogido, iniciando así su recapitulación.
Mientras tanto, en la provisionalidad de una
historia en permanente construcción se inicia el peregrinar de una asamblea de
creyentes surgidos del compartir cotidiano de la mesa y de las fatigas del
camino. Como en todo lo vivido ese grupo pudo percibir el cumplimiento de lo
anunciado, pudo tener la seguridad de encontrarse en continuidad con el mismo
amor que lo originó todo. Y pudo también reconocer su seña de identidad no en
el triunfo según el mundo, sino en el fracaso a imagen de Jesús. No en la pompa
y en los inciensos, sino en una cruz sin dorado alguno, que les devolvió a lo
diario transformados en testigos del milagro de ese día a día. En medio de esa
habitual irrelevancia se alumbra, también hoy, el milagro que cada uno podemos
ser.
Es ahí donde el espíritu de sabiduría y revelación
nos permite conocer la realidad como símbolo de la esperanza a la que estamos
llamados. La verdad de la Pascua se descubre en el contacto diario con los
demás, en la actualización de aquellos gestos propios del Dios que se hizo nada
para manifestar su plenitud divina a través de la humana: partir el pan con los
amigos; acoger a todos sin excluir a nadie; sanar a los muchos heridos por la
ignorancia y desconfianza de unos pocos; resucitar a quienes son abandonados en
las cunetas, cadáveres que marcan el avance de un progreso que sólo mira al
beneficio dando la espalda al ser humano; aceptar que muchos no acepten todo
esto y, pese a todo, no dejar de amarles; caminar juntos por senderos nuevos,
incorporando las tradiciones que vivifican y desprendiéndose de
interpretaciones que esclerotizan y secan el leño verde. Jesús, Cristo, según
dice Pablo, es cabeza de este pueblo asambleario no porque sea su dirigente,
sino porque es el espejo donde se mira, imagen de su futuro inmediato. Y este
pueblo es el cuerpo de Cristo no porque se someta a él, sino porque es
extensión suya aceptando su mismo destino, siendo plenitud del que acaba en todos
la obra inicial del Padre. Que todo esto vaya a terminar derrumbando a los
poderes del mudo no es un renuevo vengativo que se nos haya enquistado, sino
nuestra esperanza absoluta en que abriendo la puerta se expandirá hasta los
cofines del orbe el mismo dinamismo que nos ha seducido a nosotros.
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