09/06/2019
Lo que el mundo no puede dar.
Pentecostés.
Hch 2, 1-11
Sal 103, 1ab. 24ac. 29bc-30. 31. 34
1 Cor 12, 3b-7. 12-13
Secuencia
Jn 20, 19-23
Dios no quiso permanecer alejado de sus criaturas y
las hizo capaces de acogerle y amarle. Cuando una de ellas alcanzó una
naturaleza capaz de reconocerse distinta de las demás y de acogerle a él conscientemente
se presentó ante ella asumiendo esa misma naturaleza como propia,
manifestándose ante todos los demás en un ser vivo concreto. Del mismo modo que
la naturaleza divina es, desde siempre, expansiva y su condición personal le
otorga una esencia dialogante por la que el Hijo recibe y acoge al Padre
devolviéndole todo el amor recibido sin confiscar nada para sí, la naturaleza
humana supo acoger a Dios y responder plenamente al amor recibido para
descubrir en él a un Padre distinto al dios que muchos temían pero íntimamente
relacionado con aquel que habló con los patriarcas, que fue predicado por los
profetas y descrito por los sabios y poetas como Amor. El amor entre Padre e
Hijo fue el principio vital que alumbró el mundo desde el corazón de aquél a
imagen de éste, materializándose en el amor entre Abba y Jesús. Ese mismo amor
es el Espíritu creador y vivificador que guió la vida de Jesús y que él nos
transfiere con su aliento. Acoger el don de Dios es acoger al Espíritu que lo
transporta, es acoger el amor entre Padre e Hijo; es acoger a Dios mismo que
vino en plenitud a nosotros para concedernos la paz.
Esa paz es la aceptación de uno mismo y de los
demás, de la voluntad de Dios como propia y de la realidad como situación que
nos desborda pero no nos supera, ni mucho menos nos aniquila. En medio de
cualquier circunstancia puedo acoger a Dios, reconocerle presente en un
silencio que aunque a otros pueda resultar blasfemo para mí es garantía de su
cercanía y no dejarme avasallar por los acontecimientos. El Espíritu nos lo
enseñará todo, nos revelará la naturaleza última de cada ser y circunstancia y
pondrá a nuestro alcance todas las lenguas, nos permitirá reconocer a Jesús
como Señor y nos enseñará el perdón como herramienta necesaria para cimentar el
mundo sobre una nueva estructura ajena a las opresiones que hemos creado al
ignorarle. Esa es la paz que el mundo no puede dar.
El espíritu es el Señor de la historia. Todo se
desarrolla según su aliento. Perdonar no es olvidar, sino recordar algo como
pasado que debe ser iluminado por el amor y la justicia de Dios para ser
sanado, redimido, para colocarlo en disposición de ser revivido según Dios. El
perdón es ajeno al ser meramente natural. Es, sin embargo, lo propio de la
humanidad divinamente vivida: plenamente realizada. Tenemos en nuestras manos
el poder de recuperar el pasado para dignificarlo mientras aseguramos el
alumbramiento de un futuro radicalmente
distinto y mejor y Dios mismo nos da libertad de usarlo como mejor
entendamos a la luz del don que acogemos. En la humanidad de Jesús Dios se
muestra sin disimulo alguno, pero se muestra también en cada una de las porciones
de su ser único que hemos llamado dones y carismas. Son raciones manejables que
hemos de poner a trabajar para que fructifiquen; son lenguas que nos acercan a
los demás para poder hablarles de tú a tú; es capacidad de acoger y perdonar a
todos, para construir, organizar y vivificar; es habilidad personal puesta al
servicio de todos con la misma gratuidad con la que es recibida.
Lo que el mundo no puede dar |
...de una fuerza plena, de esperanza ilimitada, donde las miradas son de unión...
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