23/06/2019
Un trono de canastos.
Corpus.
Gn 14, 18-20
Sal 109,1-4
1 Cor 11, 23-26
Lc 9, 11b-17
Melquisedec (“rey de la justicia”), rey de Salem
(“ciudad de la paz”), aparece en el libro del Génesis recogiendo el diezmo de
Abraham, padre de los creyentes. La carta a los Hebreos retomará su figura para
proponerlo como ideal desde el que entender el sacerdocio de Jesús, laico
durante toda su vida. Justicia y paz son los dos grandes atributos de Dios. Su
justicia es inseparable de su misericordia y aún no entendemos bien esa
relación porque nos empeñamos en entenderla según nuestros propios parámetros. La paz es el fruto que el don divino produce
en la persona que conscientemente lo acoge. Justicia, el trato adecuado a cada
uno, ajustado a sus condiciones y a su realidad; misericordia, la motivación
principal de un Dios entrañable que se expresa y se relaciona amando a todos y
cada uno y, finalmente, la paz, el sosiego que inunda al alma de quien se sabe
amado, valorado y aceptado como es, son las tres realidades que el encuentro
con Jesús trenzaba en el alma de sus contemporáneos.
Era justo que quien se había pasado el día
escuchándole a él, por cuya boca hablaba el Padre, recibiera un sustento
adecuado para reponer sus fuerzas y el amor por todos ellos le llevó a pedir a
sus discípulos que los alimentaran. Jesús se siente responsable de todos y cada
uno de aquellos que le prestan atención y se interesan por ese Reino que
predica. Sus discípulos, en cambio, permanecen aún en esa lógica que les
prescribe la imposibilidad de realizar tal encargo. El milagro de Jesús es resultado de su
preocupación por la gente, pero también de su voluntad de querer enseñar a sus
amigos. La peor barrera es la que cada uno
levanta para proteger sus cosas, aquello que ocupa su corazón, sus posesiones,
su propia comida frente a las necesidades y el requerimiento de los demás. Vencer el egoísmo es el mayor milagro y sólo
el amor justo puede lograrlo. La paz es el resultado que florece en el corazón
victorioso en tal combate. De todo ello se recogieron doce canastos: doce
nuevos discípulos, diferentes ya a los anteriores, iniciados en un misterio que
poco a poco se les iba haciendo cercano. Aunque aún no lo comprendiesen del
todo estaban ya en camino.
Vencer el egoísmo es entregarse a sí mismo. No hay
otra manera. Se podrían dar muchas cosas, pero serán todas inútiles si no te
entregas a ti mismo con ellas. Por abundantes que sean no dejarán de ser cosas,
nunca saciarán ningún hambre. Jesús lo da todo, entrega su cuerpo y su sangre
que, de algún modo, pudo intuir ya prefigurados en la ofrenda de Melquisedec. También
nosotros estamos ya en camino y Jesús recoge no ya el diezmo, sino la totalidad
de nuestra ofrenda vital. Podemos compartir el camino con todos aquellos que
quieren vivir la vida en continua acción de gracias por todo lo recibido
mientras, por el bien de todos aquellos con los que se encuentran, no se
reservan nada para sí. En esta actitud de entrega viven muchas personas en el
mundo, creyentes o no, y a todos ellos el Espíritu les susurra al oído: “Eres
príncipe desde el día de tu nacimiento…”
Podemos ser, junto a ellos, herederos de ese Reino de lo posible cuyo trono serán los canastos sobrantes
después de que el pueblo se haya saciado partiendo de lo poco que cada uno
puede aportar sin reservarse nada, ofreciendo hasta su cuerpo y su sangre. Así
lo entendió y lo vivió Jesús, así lo mostró a todos y así espera que vivamos en
la comunión universal que él inauguró.
Un trono de canastos |
Para Pablo
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