19/01/2025 Domingo II T.O.
Pon lo que eres
Is 62, 1-5
Sal 95,1-3. 7-8a. 9-10a. c
1 Cor 12, 4-11
Jn 2, 1-11
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Isaías comienza hablando del amor que, en el ámbito del matrimonio, no nos resulta nada extraño, aunque parece que sí lo era en la época. Debían ser más habituales los enlaces acordados para consolidar acuerdos o reforzar alianzas. En el fondo, es de una alianza de lo que se habla hoy, pero en este caso los firmantes del pacto no entregan a nadie en prenda, sino que, de forma sorprendente, quien se compromete es quien se entrega. Según Isaías, Jerusalén, Sión, es la preferida por Dios y en este fragmento lo único que ella tiene que hacer es dejarse transformar hasta que la justicia de Dios resplandezca en ella como luz para toda la humanidad. Afirma el profeta que Dios se regocijará con ella como el marido con su esposa. Pese a que no nos guste usar estos términos, tendremos que entender que, en aquella sociedad, una mujer sola, sin marido, estaba abocada a lo peor. El hecho de que Dios tome el papel de pretendiente sin exigir dote a la novia, prometiéndole que, si se fía de él, terminará siendo la envidia de todas las demás y asegurándole que no buscará la felicidad en ningún otro lugar lejos de ella ni, por supuesto, con ninguna otra, era una verdadera revolución.
Jesús y sus amigos están de boda. Esa siempre es una buena fiesta. En esta ocasión no solo los novios se desposan; también Jesús, que ocupa el lugar de Dios. La otra parte no se ve por ningún lado. El simbolismo de Jerusalén ya ha pasado; no sabemos dónde se localizaría Caná de forma precisa pero, en cualquier caso, no era Sión. El círculo se ha abierto mucho. Esta nueva alianza va a tener alcance mucho más allá del territorio nacional y va a dejar atrás las normas de purificación que se habían llevado al extremo. La predilección de Dios había sido transformada en una separación que mantenía a raya todo lo impuro. Ahora, todo va a ser fiesta y celebración. El vino es símbolo de la sangre, de la vitalidad, de la alegría. Todos hemos de poner de nuestra parte para que la fiesta alcance a todos. Jesús pone el mejor vino, pero tenemos nuestra particular cosecha que ofrecer. Igual que Jerusalén debía fiarse de Dios, nosotros de Jesús; hacer lo que él diga.
Eso y dejar que los dones del Espíritu vayan aflorando desde nosotros mismos. Así lo afirma Pablo hablando a los corintios. Cada uno somos como somos y entre todos tenemos la facultad de hacerlo todo nuevo y diferente. La cuestión está en reconocer que nuestras propias habilidades no son una ventaja sobre otros, sino un don que se nos entrega en beneficio de todos. Respecto a ese don tenemos dos responsabilidades: la primera, ya lo hemos dicho, no quedárnoslo guardado en exclusiva como si fuera propiedad nuestra. La segunda, hacerlo crecer. Por lo que sabemos, podríamos decir que Jesús tardó 30 años en aprender a convertir el agua en vino. No sabemos a dónde podrían llevarnos esos dones personales si los entrenáramos conscientemente. Ni siquiera imaginamos lo que podríamos aportar a la comunidad si trabajásemos en nosotros mismos y en nuestros dones. Algunos aún no hemos descubierto todos nuestros dones y los que vislumbramos nos cuesta reconocerlos y aceptarlos. El Espíritu es en nosotros el impulso que nos lleva a querer compartir la fiesta. Cuando el salmista propone que la tierra entera cante al Señor viene a decirnos que no existen ya fronteras, sino un único camino que podremos recorrer unidos gracias a lo bueno que cada uno es y pone a disposición de todos.
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