27/04/2025 - Domingo II Pascua
La Realidad y la Esperanza
Hch 5, 12-16
Sal 117, 2-4. 22-27a
Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19
Jn 20, 19-31
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Hubo un tiempo en el que los apóstoles obraban prodigios y la gente “se hacía lenguas de ellos”. No quedaba espacio para la indiferencia. En ese contexto resultaba natural adherirse al nuevo grupo. Así lo expresa también Lucas que menciona cómo la gente llegaba desde fuera de Jerusalén buscando sanación y aunque no todos se atrevían, no eran pocos los que daban el paso e ingresaban en la comunidad que se reunía en el pórtico de Salomón y suscitaba reacciones encontradas. Evidentemente, quienes se abrían a esta buena nueva y aceptaban la invitación de este nuevo grupo eran quienes se veían beneficiados por su actuación. ¿Va a ser que llegada la Pascua han pasado ya los motivos para mantener la precaución que Jesús manifestó en vida a realizar curaciones como demostración? ¿O será más bien que lo incontenible se desborda y los apóstoles se descubrieron así como mediación de ese impulso vital irresistible? Sea una u otra, lo cierto es que esta gente se acercaba al pueblo sufriente. Quienes realmente necesitan ese acercamiento lo perciben como benéfico y descubren en él un sentido que les anima a seguir adelante. El salmista insiste en que la nueva piedra angular sobre la que se fundamenta la vida de los sufrientes es aquella desechada por los arquitectos del mundo. Quien viene en nombre del Señor aporta consuelo y sentido.
Sobre todo, sentido, porque con él el consuelo se transforma en esperanza y revitaliza el cuerpo y el alma. Jesús se hace presente entre los suyos deseando la paz. Esta paz no es la mera tranquilidad ni la ausencia de conflictos. Es un nuevo modo de comprender la realidad y de comprenderse a sí mismo en y con ella. Los discípulos reunidos por el miedo estaban tan necesitados de esa paz como lo estaban los sanados por los apóstoles en las calles de Jerusalén. Por eso Jesús les dona el Espíritu. Es ese nuevo ánimo el que les permitirá salir y construir un modo inaudito de ser y de situarse en el mundo. En esa novedad, perdonar o retener los pecados no es solo un acto litúrgico sino el reconocimiento y la aceptación de quienes realmente quieren compartir esta forma de vida. La sanación, decíamos, proporciona, ante todo, sentido y la fidelidad a ese sentido construye una vida nueva en unión a otros. Perdonar o retener es acoger a quienes verdaderamente quieren compartir ese nuevo vivir. El criterio es comunitario; la construcción es colectiva.
Tomás no es especialmente incrédulo; es el discípulo transparente que no esconde sus miedos; si los demás lo tuviesen ya claro no permanecerían encerrados con él. Es así que quien se conoce y no oculta sus temores es llamado a acercarse a las heridas, al sufrimiento humano, y descubrir en él la verdad de la resurrección. Lo que Tomás ve es la destrucción del mal y la restauración del cuerpo, de la salud, de la humanidad. Donde el dolor imperó se imponía ahora la vida y ese descubrimiento llevó a Tomás a la determinación definitiva: la vida se ha impuesto y eso solo puede ser obra de Dios mismo. Bienaventurado quien crea sin ver, dice Jesús; quien pueda hallar lo mismo que Tomás sin desesperar ante el drama del mundo. Frente a la tragedia que se construye desde el cerramiento en sí mismo, el Espíritu y la revelación de Jesús piden que escribamos, que demos testimonio de lo que ocurre y de lo que vendrá; de todo lo que necesita ser sanado y del triunfo definitivo del Viviente que no se impondrá en solitario sino que llevará consigo a toda la humanidad. Realidad y Esperanza van de la mano.