sábado, 30 de mayo de 2020

PENTECOSTÉS.


31/05/2020
Pentecostés                                                    Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Hch 2, 1-11
Sal 103, 1ab. 24ac. 29bc-31. 34
1 Cor 12, 3b-7. 12-13
Secuencia
Jn 20, 19-23
Ligadas a la fastuosa liturgia del Templo de Jerusalén existía tres grandes fiestas que llenaban la ciudad de peregrinos. Cronológicamente se celebraba primero Pésah, el recuerdo de la primera Pascua de liberación en Egipto; en segundo lugar, Shavuot conmemoraba la entrega de la ley a Moisés en el Sinaí por parte de Dios, cincuenta días después de aquella Pascua original y, por último, Sukkot, la fiesta de los Tabernáculos rememora el deambular del pueblo por el desierto durante 40 años. La ciudad rebosaba de creyentes, comerciantes que esperaban hacer negocios, y todas las familias levíticas se congregaban para los rituales. Eran grandes fiestas. Es en la fiesta de Shavuot donde Lucas sitúa el relato de Pentecostés. Evidentemente, esta localización no puede ser casual. Según su perspectiva la Ley es completada por el Espíritu. La ley que según la tradición se centraba en el amor a Dios y a los hermanos y de la que Jesús denunció su interpretación alienante se ve finalmente coronada por la presencia del Espíritu.
Entre Padre e Hijo existe un flujo que ambos se entregan recíprocamente de forma permanente. Ese flujo es el Espíritu: un don eternamente entregado y acogido por ambas partes. Es el Padre que se da por completo y el Hijo que acoge totalmente; es el Hijo que se da por completo y el Padre que acoge totalmente. El Espíritu es la unión entre Padre e Hijo; es Dios entregado por Dios a Dios. En hebreo “jag” significa fiesta y también movimiento circular. Es el baile trinitario en el que tres se hacen uno. Esa misma capacidad de amar y bailar mora ahora entre nosotros. En el Hijo tan sólo uno se nos había unido, pero en el Espíritu los tres están con nosotros.
Y lo están creativamente, porque Dios es creativo. El Espíritu viene en forma de lenguas y se expresa en lenguas diferentes. Es amor que lo abarca todo y a todos sin dejar fuera a nada ni a nadie. En él se nos da la capacidad de comunicarnos en cualquier dialecto, de poder llegar a cualquier corazón humano.  En él se nos da la fuente de la perpetua renovación. Nada hay que sea más anti-Espíritu que la costumbre o la instalación. La Palabra puso su tienda, tabernáculo, entre nosotros para acompañarnos en nuestro peregrinar, para hablar en nuestra propia lengua, no para que nosotros aprendiéramos la suya.
Para Juan, el Espíritu es la paz de Dios, la naturaleza intradivina nos es revelada de forma que podamos entreverla. Asumimos que toda re-velación es un nuevo ocultamiento y nos proponemos amar como Dios ama: siendo amor para todos, sin excepción; siendo paz que supere cualquier obstáculo sin exigir nada, sin reclamar a nadie que aprenda nuestro idioma, que asuma nuestras costumbres o que acepte nuestra organización. Muy al contrario, el ejemplo de Dios que se hizo hombre olvidándose de sí mismo nos llama a destejer toda la trama para unir nuestro ovillo a los demás y componer una nueva realidad,  una normalidad distinta, con las aguja del respeto y de la solidaridad. Esta nueva urdimbre será capaz de articular un nuevo cuerpo en el que todos seamos protagonistas y compañeros, en el que todos tengamos arte y parte. Todos estamos llamados a una unión física y tangible que espiritualmente se asiente en la aceptación de todos, en el baile que no excluya a nadie. 

Pentecostés: Unirse al baile de tres

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