sábado, 1 de febrero de 2025

HACIÉNDONOS PRESENTES. Presentación del Señor

02/02/2025 – Domingo IV Ordinario – Presentación del Señor

Haciéndonos presentes

Mlq 3, 1-4

Sal 23, 7-10

Heb 2, 14-18

Lc 2, 22-40

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Todos tenemos la experiencia de esperar la llegada de alguien. No siempre esperamos a alguien conocido, sino que, muchas veces, aguardamos a alguien nuevo: un vecino, un compañero de trabajo, la profesora, el párroco… las posibilidades son muchas. No es extraño esperar gente desconocida. Junto a la espera surgen las expectativas, también los temores y, por supuesto, los criterios con los que valorar al nuevo, o a la nueva. Malaquías nos habla de un enviado definitivo que va a pasarlo todo por el fuego y la lejía. A su paso todo va a quedar resplandeciente y la ofrenda de Judá y de los levitas será presentada como es debido. Judá es la unidad política que queda tras la catastrófica historia de invasiones y deportaciones que el pueblo ha sufrido y los levitas son los sacerdotes a quienes se encomendó el culto. Solo el Templo, después de haber sido reconstruido, permanece; no hay ya monarquía y gran parte de la tierra ha sido ocupada. Pero el enviado llegará de forma perfectamente reconocible y devolverá el sentido al culto al restaur la justicia de Dios, según dice el versículo 5, que hoy no leemos. El salmista subraya el carácter ceremonial de esa  llegada.

Siglos después, el pueblo seguía a la espera de ese enviado y había elaborado sus propios criterios. Pero parece que Simeón y Ana tenían otras pautas. Simeón es imagen del pueblo que esperaba el cumplimiento de la profecía; confiaba en conocer personalmente al mesías y algo en el niño que llega le hace reconocerlo. Inspiración de Ruah, afirma Lucas. Impulsado por ella acude al Templo. Podemos imaginar que el anciano estaba ya desengañado de la pompa vacía de tanto pretendiente a mesías. Podemos seguir imaginando que llegaría casi temeroso: a ver qué espectáculo tenemos hoy. Sin embargo, solo encuentra un niño que era introducido en el Templo sin ostentación alguna por su parte. El Señor de los ejércitos presentaba al enviado en la profecía de Miqueas, mientras que es la ofrenda propia de los beneficiados por la justicia divina la que hablaba por este niño. Eso sí que era diferente. Y esta diferencia encarnaba perfectamente lo que vislumbraba en el soplo de Ruah. Éste sí que marcará un antes y un después y el corazón de muchos será traspasado, como el de su madre, pues no es fácil dejar atrás la propia idea y aceptar lo que él trae.

De Ana solo sabemos que decía maravillas del niño. Una antigua tradición equipara al Templo de la profecía de Miqueas con la naturaleza humana de Jesús, con lo que el enviado sería Dios mismo asumiendo esa naturaleza. Por lo tanto, Ana es la imagen de tantas viudas y desfavorecidas acogidas por Jesús y su comunidad. Jesús, como nos recuerda el autor de la carta a los hebreos, participó de nuestra carne y sangre. Se presenta como uno de nosotros porque somos nosotros los que necesitamos su ayuda, no los ángeles o cualquier otra criatura. Él ha invalidado el poder de la muerte y nos ha liberado para siempre. No hay razón por la que debamos temer nada. Se nos presenta así nuestra salvación en persona. Aquella que nos ha desvelado el sentido definitivo y que, habiendo experimentado nuestra realidad hasta el final, puede acompañarnos en todo momento y animarnos a presentarnos nosotros también ante los otros como iguales a ellos, pero esperanzados, sin ceder ni un ápice a la desilusión ni al remordimiento. Así que, ahí vamos, haciéndonos presentes en su vida para alcanzarles esa justicia divina, con el corazón traspasado, pero acompañados por él en el camino. 

 

Presentación de Jesús

 

 


 

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