28/09/2025 – Domingo XXVI T.O.
Los grandes banqueteadores
Am 6, 1a. 4-7
Sal 145, 7-10
1 Tim 6, 11-16
Lc 16, 19-31
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El profeta Amós tuvo el valor de transmitir la palabra de Dios a aquellos que, olvidando la suerte de los últimos, vivían en el lujo más descarado sin importarle que fuesen de aquí o de allí. Tanto en Sión, nombre poético de Jerusalén, como en Samaría los ricos se recostaban en el lujo mientras el pueblo llano las pasaba canutas. La casa de José hace referencia explícita a las tribus de Efraím y Manasés, hijos de José que terminaron formando parte de la nómina de clanes descendientes de Jacob. Su territorio se encontraba al norte de Jerusalén; ocupando lo que posteriormente sería la provincia de Samaría y una superficie similar en la transjordania. Era una de las extensiones más grandes de la geografía judía del primer templo, pero la realidad cotidiana de su población estaba a años luz de la que vivía la opulenta clase dirigente de ambos reinos judíos. El salmista pone aquí el contrapunto a la indolencia de los satisfechos y recalca cómo Dios se mantiene fiel a sus promesas y actúa directamente para cambiar la suerte de ciegos y oprimidos y guardar al huérfano, a la viuda y al peregrino.
En tiempos de Jesús se mantenía la misma diferencia escandalosa entre ricos y pobres. También él debió conocer muchos “Lázaros” que necesitaban del auxilio de ese Dios que parecía haberse vuelto tan mudo como manco y, sin duda, supo también de muchos que “banqueteaban” sin hacer caso a nada más que a sí mismos y su comodidad. Solo tras la muerte recibiría Lázaro las atenciones que el mundo le negó, mientras que el rico banqueteador, fallecido también, tendría que contemplarlo desde su sufrimiento en el Hades; el infierno, para entendernos. La Iglesia lleva siglos intentando despejar dudas sobre la existencia y el aforo de ese lugar. Mucho más allá de eso podemos, a la luz de esta narración, afirmar cuál es su naturaleza: vivir conscientemente el propio rechazo a Dios y advertir que muchos de los tuyos siguen el mismo camino. No es que no sepamos lo que Dios nos pide pues ni el pecado ni sus consecuencias pueden basarse en la ignorancia. Es que preferimos vivir, como el gran banqueteador, de espaldas a los demás y sus necesidades. No existe ningún Dios airado y castigador. Existe, sí, el que respeta las decisiones y el lugar en el que cada uno se coloca voluntariamente. Quien vive su vida aislado en su prosperidad y abandonado a su molicie se inhabilita para oír el clamor de los demás y no puede hallar al Dios vivo que habita en todos los demás ya que se hace incapaz de buscar, como fue dicho a Timoteo, la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre.
Y en estas seguimos. Vivimos hoy conmocionados por el genocidio en Gaza; por la interminable guerra en Ukrania; por los casi olvidados conflictos bélicos que siguen sembrando muerte en tantos lugares; por los incontables dramas migratorios que no cesan; por el hambre que sigue imperando en rincones que ya a nadie importan; por la violación de la naturaleza y las culturas primigenias; por el trabajo y la militarización de tantos niños privados de escuelas y cariño; por la violencia contra las mujeres y los cotidianos casos de abuso y acoso en colegios o lugares de trabajo; por el manejo de la economía en beneficio de unos pocos gerifaltes; por la rendición ante sustancias evasivas; por una educación cada vez más vaciada de contenidos y reflexión… No son producto de un Dios sordo, sino el resultado de tantos Epulones disimulados entre la masa e incapaces de decir a esos que mandan que este no es el camino.
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Lázaro y Epulón. Ilustración del Codex Aurus (1040). Museo Nacional Germánico (Nuremberg) |
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