sábado, 18 de septiembre de 2021

CUÑA A CUÑA. Domingo XXV Ordinario.

 19/09/2021

Cuña a cuña

Domingo XXV T.O.

Sab 2, 12.17-20

Sal 53, 3-6.8

Sant 3, 16 – 4, 3

Mc 9, 30-37

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Pese a estar dicho de los impíos, la primera lectura transmite bien la opinión de los judíos del siglo I sobre las víctimas del sufrimiento. La desgracia era una maldición merecida. Dios abandonaba a su suerte a quienes no merecían su aprobación. Era un signo inconfundible de su equivocación y advertencia para que nadie más cayera en su mismo error. Por eso los discípulos son incapaces de entender las palabras de Jesús sobre su muerte y resurrección. Para ellos era inconcebible que Jesús, el maestro en quien han puesto su confianza y que alimenta sus esperanzas, pudiera sufrir la suerte que él mismo describe. Quedaba tan fija en su cabeza la negativa a la muerte que les impedía llegar a asimilar la parte referida a la resurrección. En sus almas pesaba más la concepción tradicional que auguraba la protección divina para el justo y estaban convencidos de que esa sería la suerte final de Jesús, por muy mal que se pusiesen las cosas, Dios no lo abandonaría. También los salmos insisten en esta convicción de auxilio, oponiéndose al desastre. En medio de su prueba, el justo conservaría siempre la entereza suficiente para no rendirse a la desesperación. Desde esta perspectiva era comprensible la pugna por el poder entre aquellos discípulos; por muy mal que se pusiesen las cosas, Dios haría brillar finalmente su rostro sobre Jesús y tras la victoria comenzaría una nueva era en la que también habría unos personajes más importantes que otros. Pero algo había cambiado ya en ellos cuando no se atrevieron a responder a la pregunta de Jesús; la semilla iba germinando en el silencio.

Jesús afirma sin rodeos que la relevancia definitiva está en ponerse al servicio de los demás, ser el último según el orden tradicional. Así eran los niños eran en aquella sociedad: es posible que a los herederos de grandes fortunas o imperios se les reconociese algún papel en virtud de la esperanza que representaban pero los niños de las clases populares tan sólo tenían valor en la medida en que eran capaces de realizar algún trabajo de provecho, de lo contrario eran peor que parásitos. Sin embargo, acogerlos a ellos era como acoger al mismo Jesús y a quien lo enviaba. Posiblemente porque aquellos niños eran, como dice Santiago, capaces de sobreponerse a la codicia y a la envidia y ni buscaban la satisfacción de sus propios intereses ni pedían imposibles. No deberíamos identificar a los niños directamente con la inocencia pues tendemos a confundirla con la ingenuidad y tampoco podemos atribuirles un comportamiento “angelical”. El valor del modelo infantil está en su capacidad de trabajar y ayudarse sobreponiéndose a sus malas condiciones; en su genialidad para entablar relaciones de apoyo que se enfrenten a la realidad de un modo alternativo que le busque la vuelta al modo grave y adulto de comprenderla. Pese a que el mal pueda dañarlos para siempre les es posible encontrar un resquicio para la esperanza, aunque ni siquiera sean muy conscientes de ello. Y esa grieta en la estructura es suficiente para introducir una cuña que la debilite en espera del momento decisivo. Cuña a cuña finalmente el sistema caerá. Acoger a Jesús y a quien le envía de manera infantil no es hacerlo con candorosa credulidad, sino sobreponerse al mal con una fe lúdica y comunitaria que ponga en juego dimensiones alternativas de la existencia para descubrir alegremente la sencillez de acoger un mundo que pide a gritos ser transfigurado.


Cuña a cuña



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