30/03/2018
Algo nuestro debe morir
Viernes Santo
Is 52, 13 – 53, 12
Sal 30, 2. 6. 12-13. 15-16. 17. 25
Heb 4, 14-16; 5, 7-9
Jn 18, 1 – 19, 42
La imagen predominante en el día de hoy es la de la
cruz. Existen múltiples cruces en este mundo. En todas ellas mueren el hombre y
Dios, o así lo parece. Dios es la vida, es imposible que coexista con la
muerte. Ésta no puede amordazarlo. Visto desde fuera, el hombre crucificado es
como el siervo sufriente, una figura despojada de su apariencia humana, un
desecho ante quien todos vuelven el rostro. Sin embargo, ese siervo se refugia,
como el salmista, en su Señor, le
reconoce como su Dios y le pide salvación. Aunque tú solo veas la sangre, no
hay duda de que en su fuero interno él reconoce la presencia y el auxilio de
Dios, por eso es capaz de cargar con la culpa ajena o con la suerte que recae
sobre él.
Ciertamente, en cualquier cruz se asiste a la
trágica muerte del hombre y Dios parece callar, parece incluso morir, pero ni
calla ni muere. Está allí, acompañando el paso de quien se deja acompañar, de
quien le permite apurar con él ese trago. ¿Qué diremos pues frente a esta
visión? Dos o tres cosas: Primera, que en toda cruz siempre está presente Dios.
El gran reto es encontrarlo, pararse a escucharlo, abrirle el corazón en esos
momentos. Es verdad que, sin que nadie se ofenda, nuestras cruces parecen más
amables, más soportables. Insoportable entiendo que es la cruz presente en la crueldad de
las guerras, en los maltratos y abusos continuados, en la desesperación de las
cunetas de los caminos donde van quedando los expulsados por el sistema socioeconómico,
en las aguas de los estrechos y en los campamentos donde se van amontonando las
esperanzas, en las cárceles donde se hacina a tantas personas negándoles cualquier dignidad,
en la subsistencia de los perjudicados por la corrupción que van viendo, cada
vez, más recortadas ayudas y derechos… Se dan situaciones insoportables en este
mundo y en todas ellas está presente
Dios: la vida y el amor. Frente a la dificultad de encontrarlo en ellas, todo
cristiano está llamado a transparentarlo precisamente allí; que su presencia y
su obrar sean la presencia y el obrar de Dios: dar vida, expresar amor. Esta es
la segunda cosa que podríamos decir. La tercera: que ni Dios ni nosotros vamos
a poder suprimir la cruz de nadie, tan sólo hacernos presentes y no dejarle que
la viva en soledad. Y esto no es lo de menos.
Metafóricamente, aceptar la cruz es reconocer la
necesidad de morir a una cierta forma de vida para adentrarse en otra muy
distinta. En la vida real, las cruces matan de verdad, siempre injustamente y a
traición, pero también es, o pienso yo que habrá de ser posible, encontrar allí
un rasgo estéril al que renunciar. Es preciso rebelarse contra la deshumanización
que continúa tallando cruces pero es preciso también descubrir que en nuestra
forma de enfrentarnos a ella algo nuestro debe morir también para que pueda
resurgir y enfrentarse eficazmente contra esa degeneración. La diferencia entre
la cruz y la tragedia está en no ser capaces de aprender nada, en no dejar que
Dios te transforme. La tragedia del mundo es no hallar quien sepa transformar tanta
desgracia sin recurrir a los medios que todos ya conocen. Nuestra muerte,
metafórica o no, puede ser inhumación de una pequeña semilla del Reino.
Algo nuestro debe morir |