29/07/2018
Que nada se pierda.
Domingo XVII T. O.
2 Re 4, 42-44
Sal 144, 10-11. 15-18
Ef 4, 1-6
Jn 6, 1-15
Jesús está decidido a alimentar a toda la gente que
viene siguiéndole. No quiere defraudarles. Felipe ve la cosa bastante
complicada y advierte que, siendo realistas, no les alcanzan los ahorros para
tanto. Podríamos también pensar que Jesús y los suyos quieren aportar algo para
la comida compartida, pero ni para eso les alcanza. Andrés, sin embargo, se
muestra más imaginativo y aceptando lo que hay, se abre a la colaboración de la
gente sencilla que aporta lo que puede. Eliseo utilizó los veinte panes y el grano
de las primicias para alimentar a la gente hambrienta y con él se alimentaron
todos y sobró. Los cinco panes y los dos peces de aquel muchacho alcanzaron
para alimentar a una multitud y también sobró. No parece ser la cantidad lo
determinante, sino la intención. Eliseo pone al alcance del pueblo lo que un
hombre anónimo traía como ofrenda al hombre de Dios. Jesús da gracias por la
presencia del poco alimento que se ofrece anónima y desinteresadamente.
Las muchedumbres siguen a Jesús y a Eliseo porque
realizan prodigios, porque les dan esperanza, porque no les dejan desamparadas
y el alimento material se les da por añadidura, porque es necesario, porque es
obra de justicia. No puede separarse la esfera material de la espiritual, si
una falla se resiente la otra. Las muchedumbres buscaban a Jesús porque les
hablaba del amor de Dios que la Ley les negaba y Jesús se lo demostraba con los
signos que realizaba entre ellos. Dejaban de sentirse malditos y olvidados.
Veían de nuevo el seno de Abraham abierto para ellos. Y además, Jesús les
aseguraba que el deseo de su Padre, su justicia más íntima, era que todos
tuviesen lo necesario para vivir. Por eso nadie es despedido en la hora del
almuerzo, por eso se comparte lo que se tiene y siempre alcanza. Siempre
alcanza porque todos ponen de lo suyo, sin reservarse nada. Y siempre sobra,
porque nadie toma más de lo necesario ni acapara para el mañana. El milagro está
en ese dar y recibir que marca el comienzo de una era nueva, del banquete
compartido.
Las bases de esta era nueva aparecen perfectamente
definidas en el pasaje de Pablo que pide fidelidad a la vocación que hemos
recibido: mantener por encima de cualquier obstáculo la unidad que se basa en
un único Espíritu y un único bautismo, en una única fe en un solo Dios, Padre
de todos, capaz de la absoluta trascendencia, de la total inmanencia y de hacerse uno con todos y cada uno. Jesús introduce
un nuevo detalle: “Recoged los trozos sobrantes, para que nada se pierda”. Que
no están los tiempos para dispendios, ni materiales ni espirituales. Por eso se
coloca todo en doce canastos. Doce es el símbolo de la universalidad. Cuando el
mundo estaba restringido a Israel doce fueron las tribus que lo formaron.
Cuando el mundo rebasó la geografía y la sangre israelita se necesitaron otros
doce canastos para ofrecer en su integridad la revelación del Dios que se hace
unidad con el ser humano sin dejarse encorsetar. En ninguno de esos canastos, ni
en los nuevos ni en los anteriores, cabe la realidad entera de Dios, pero cada
uno ofrece algo de él en plenitud. Aquello que nosotros no somos capaces de
captar se enraizará en el seno de otras tradiciones, de otros grupos sociales y
de otras sensibilidades, acercándonos, uniéndonos. Que nada se pierda, ponedlo
todo a disposición del mundo.
Que nada se pierda |