01/01/2023
Dar a la luz - Año Nuevo
Nm 6, 22-27
Sal 66, 2-3. 5-6. 8
Gal 4, 4-7
Lc 2, 16-21
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Comenzamos el año con una bendición: deseando a todos que el Señor les muestre su rostro y les conceda la paz. Desear esto para los demás es motivo por el que Dios bendice a cada uno. El salmista pide esa misma bendición para él y para los suyos. Del deseo a la acción no debería haber mucho espacio. Quien de veras desea algo no se sienta a esperar que llegue; se pone a ello. Sería lógico que también el salmista conociera esta verdad elemental y que su súplica estuviera asociada al esfuerzo por mostrar los caminos de Dios y cómo es esa justicia que está llamada a regir el mundo. Dios no es un ser lejano; nos ha mostrado su rostro en la persona de Jesús. Él es la justicia amorosa de Dios hecha carne, el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios que salva. Dios no quiere salvarnos desde fuera. Apela a nuestra más honda intimidad para revelarnos esa paz que podemos trasvasar a todos. No nos salva asépticamente, sino siendo pueblo, sanando y fortaleciendo nuestras relaciones.
El primer fruto de nuestra salvación no es el reposo ni el goce escatológico sino el cambio de perspectiva que nos hace vivir la vida volcados en los demás. Acogemos la salvación que nos viene de Dios no como un regalo personal que nos otorgue un plus de santidad y nos eleve sobre los demás, sino como una moción que nos coloca en disposición de vivir para todos ellos, tal como Dios vive permanentemente vuelto hacia el exterior. Así vivió Jesús, Emmanuel, que fue, como todos, hijo de mujer y, como todos, nació bajo la Ley; sometido a las mismas dificultades que todos, limitado por las mismas circunstancias que todos. Según la Ley fue marcado con el sello de su pueblo y contado entre los elegidos. Pero él supo trascender y superar cualquier acotación para poder encontrarse con todos. No puso límite alguno a la realidad divina que bullía en él. Como ya hemos dicho alguna vez, María tuvo especial importancia en esto, enseñándole a acoger el don de Dios y a acogerse a sí mismo como lo que era: Dios hecho hombre.
Los pastores, que contaban con mala prensa en la época fueron, según Lucas, de los pocos en reconocer la excepcionalidad del niño. Ellos son de los últimos y los sencillos, de los pequeños capaces de reconocer y acoger la verdad. Son el adelanto del público que habría de escuchar las palabras del Jesús adulto. Más aún, él mismo se definirá como pastor, sin que su mala fama parezca importarle en absoluto. María va guardando todo esto en su corazón porque no todo es como ella esperaba pero, a pesar de todo, no reniega de su esperanza y sigue adelante. También de esta actitud aprendería mucho Jesús. Ser madre es dar a la luz. Entregar lo que estaba escondido en nuestro interior para que a vista de todos pueda desarrollarse y dar fruto. Es dejar libre el don de Dios para que produzca fruto. Desde este punto de vista, también Jesús es madre; madre de sí mismo según aprendió de María. También nosotros estamos llamados a ser madres de Dios y a darlo a la luz para que los pastores puedan reconocerlo. El fruto de semejante alumbramiento no es otro que la Paz; el rostro de Dios iluminando el mundo. Estamos llamados a ser madres de nosotros mismos, a ser lo que somos aunque al plasmarlo en la realidad no salga todo tal como nosotros lo esperábamos. Estamos llamados a acoger aquello en lo que eso que somos se va transformando al dar a la luz al incontenible Dios que habitándonos nos hace ser.
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