29/10/2017
La sencillez de las fuentes
Domingo XXX Ordinario
Ex 22, 20-26
Sal 17, 2-4. 47. 51ab
1 Tes 1, 5c-10
Mt 22, 34-40
Resulta
sorprendente la sencillez de las cosas verdaderamente importantes. Por complejo
que sea el proceso biológico que da origen a la planta, en lo que de mí depende
es bien simple: plantar, abonar, regar, desbrozar, esperar y la planta surgirá.
Mucho más complejo es el proceso que se da en las relaciones humanas. Son muchas
las variables, los ambientes, las influencias, pero, igualmente, yo puedo hacer
tan sólo una cosa: amar, cuidar; renunciar a la posesión y a la construcción a
mi imagen y semejanza y buscar el desarrollo y el bien del otro, aunque eso le
aleje de mí. Amar es buscar el bien del otro.
Buscar el
bien de Dios puede parecer una expresión soberbia pero se traduce en pretender
siempre el bien de los demás, de los prójimos, especialmente de aquellos
preferidos por Dios: los forasteros necesitan que el amor les dé un suelo en el
que enraizarse; los huérfanos necesitan un amor que les ayude a crecer siendo
ellos mismos; las viudas, los solitarios de hoy en día, necesitan un amor que
les sostenga; los pobres económicos, necesitados de un amor que no sea mera
caridad egoísta o estrategia comercial y, finalmente, todos nuestros prójimos
que necesitan ser tratados con respeto, como iguales en un mundo equitativo.
Frente a un
laberinto de preceptos, Jesús habla de la simplicidad de quien ama a Dios en el
mundo, de quien cuida su entorno y respeta a todos por ver en ellos la misma huella
de Dios que encuentra en sí mismo. Así pues, concédete un terreno para
enraizarte: tu alma libre de adherencias; busca un amor que te ayude a crecer:
una comunidad que alimente tu esperanza; reconoce tu necesidad de un amor que
te sostenga: una fe activa y personal en la presencia de Dios; esfuérzate en
descubrir tus necesidades y acepta tan sólo la ayuda verdadera: aquella que
quiera hacerte protagonista de tu promoción y busque tu libertad. Procura, finalmente, vivir siempre en la
auto-exigencia de un amor que no te permita el acomodo al margen de la
realidad: vive siempre abierto a dar y recibir en un movimiento incesante que
no retenga nada. Ese dinamismo es la expresión del amor puro que deroga la
caridad mal entendida, se asienta en tu interior y ofrece continuamente cuanto
es sin ambigüedad alguna, con la sencillez de quien obra lo que es. Así, no
ofrecerás nada distinto de ti mismo en comunión con la fuente de la vida.
Observa el
amor con el que amas a los demás, es el mismo amor con el que amas a Dios y te
amas a ti mismo. No te engañes. Nada importaba más a los fariseos que amar a
Dios, pero lo buscaban donde nunca ha estado. El salmista declara su amor por
Dios, a quien ha reconocido presente en su propia historia y Pablo alaba a los
tesalonicenses porque le han mostrado que el amor que él mismo depositó en
ellos ha fructificado y se han tornado sencillos y transparentes. No hay donde
refugiarse más allá de Dios y Dios está tan cerca de ti como tú mismo, pero
sólo podrás hallarlo cuando los demás y el mundo te devuelvan su reflejo al
amarte en el amor que tú les has ofrecido.
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