24/06/2018
Como una flecha que se rinde
Natividad de Juan Bautista
Is 49, 1-6
Sal 138, 1-3. 13-15
Hch 3, 22-26
Lc 1, 57-66. 80
Los grandes personajes del universo bíblico tenían un
destino marcado. Y con ese destino descubrían también un sentido para sus
vidas. Hoy se nos hace difícil encontrarlo, tal vez porque lo buscamos en
nosotros mismos. El Señor que nos llamó
hizo de nuestra boca una espada afilada y nos guardó como flecha en su aljaba.
Él está orgulloso de nosotros que segamos el aire y transmitimos al blanco la
misma tensión que la cuerda del arco nos imprime, rasgando con nuestra palabra
cuanto en el mundo hay contrario al brazo de Dios. El brazo que tensa el arco y
la mano que suelta la flecha son una unidad con el ojo que apunta y la
intención que dirige la acción. Es el amor de Dios que amándonos nos elige, se
hace uno con nosotros y nos lanza hacia adelante, siempre hacia adelante, con
la herramienta adecuada para atinar en la diana: su palabra en nuestra boca, en
nuestra oralidad, en nuestro idioma.
Dios habla nuestro idioma, se nos va haciendo
comprensible conforme lo aceptamos. Somos capaces de transmitirlo al hacernos
similares al enigmático Siervo que Isaías describe en sus cantos. Todos
aceptamos ser siervos en la misma medida en que nos ponemos al servicio de los
demás, no sólo al de Jacob, y consentimos ser luz para las naciones, para
todas, no sólo para las cercanas. Estamos llamados a extender nuestra comprensión del sentido vital más allá de cualquier
frontera, hasta las islas. La flecha no pierde eficacia por viajar lejos, sino
porque su filo pierda el mordiente y no pueda imprimir su mensaje. Confiar en
Dios, rendirse a él, desposeerse, nombrar las cosas y el mundo según él y no
nuestra costumbre es el modo de soltar la lengua, de conocer el mundo como él
lo conoce y de reoriéntalo hacia él.
Juan quiere decir “fiel a Dios”. El Bautista es
modelo de ser humano que acepta su destino dejándole que otorgue sentido a su
vida, reconociendo que toda su labor está orientada a la venida de otro
distinto de él. Y sin embargo, pese a las diferencias, muy similar a él. Como
casi siempre, las páginas bíblicas lo presentan todo hecho y no sabemos nada
del proceso que alumbró en Juan la conciencia de esa misión. Mucho menos
podemos saberlo de su familia… el caso cierto es que Juan no se queda en casa,
acepta ser esa flecha lanzada hacia adelante sin detenerse en ninguna otra
consideración, sin hacer caso a su herencia familiar que le marcaba como
sacerdote “por turno”, tal como su padre: ¡Un escándalo! Todo va a ser dejado
atrás para pasar a ser la voz que clame en el desierto. Hasta aquí, es la misma
experiencia que debió vivir Jesús hasta decidirse a emprender su propio camino.
Juan insistió en la necesidad de conversión personal y Jesús en el amor desmedido
del Padre que aceptaba a todos y nunca los abandonaba. Juan reconoció en Jesús
la presencia del amor más sincero, capaz de dar la vida por puro amor y supo
así que él debería menguar mientras Jesús crecía. Desde el desierto llegaron
ambos, desposeídos de sí mismos y abiertos a la acción de Dios en sus vidas, a
reconocer en el otro el mismo impulso vital que les animaba, el mismo amor del
que eran cauce según sus propias posibilidades. Ese fue el sentido de sus vidas
y así lo ofrecieron a todos.
Alexandre Kéléty - El Arquero (1930) |