31/05/2020
Pentecostés Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Hch 2, 1-11
Sal 103,
1ab. 24ac. 29bc-31. 34
1 Cor 12,
3b-7. 12-13
Secuencia
Jn 20, 19-23
Ligadas a la fastuosa liturgia del Templo de
Jerusalén existía tres grandes fiestas que llenaban la ciudad de peregrinos.
Cronológicamente se celebraba primero Pésah, el recuerdo de la primera Pascua
de liberación en Egipto; en segundo lugar, Shavuot conmemoraba la entrega de la
ley a Moisés en el Sinaí por parte de Dios, cincuenta días después de aquella
Pascua original y, por último, Sukkot, la fiesta de los Tabernáculos rememora
el deambular del pueblo por el desierto durante 40 años. La ciudad rebosaba de
creyentes, comerciantes que esperaban hacer negocios, y todas las familias
levíticas se congregaban para los rituales. Eran grandes fiestas. Es en la
fiesta de Shavuot donde Lucas sitúa el relato de Pentecostés. Evidentemente,
esta localización no puede ser casual. Según su perspectiva la Ley es
completada por el Espíritu. La ley que según la tradición se centraba en el
amor a Dios y a los hermanos y de la que Jesús denunció su interpretación
alienante se ve finalmente coronada por la presencia del Espíritu.
Entre Padre e Hijo existe un flujo que ambos se
entregan recíprocamente de forma permanente. Ese flujo es el Espíritu: un don
eternamente entregado y acogido por ambas partes. Es el Padre que se da por
completo y el Hijo que acoge totalmente; es el Hijo que se da por completo y el
Padre que acoge totalmente. El Espíritu es la unión entre Padre e Hijo; es Dios
entregado por Dios a Dios. En hebreo “jag” significa fiesta y también
movimiento circular. Es el baile trinitario en el que tres se hacen uno. Esa
misma capacidad de amar y bailar mora ahora entre nosotros. En el Hijo tan sólo
uno se nos había unido, pero en el Espíritu los tres están con nosotros.
Y lo están creativamente, porque Dios es creativo.
El Espíritu viene en forma de lenguas y se expresa en lenguas diferentes. Es
amor que lo abarca todo y a todos sin dejar fuera a nada ni a nadie. En él se
nos da la capacidad de comunicarnos en cualquier dialecto, de poder llegar a
cualquier corazón humano. En él se nos
da la fuente de la perpetua renovación. Nada hay que sea más anti-Espíritu que
la costumbre o la instalación. La Palabra puso su tienda, tabernáculo, entre
nosotros para acompañarnos en nuestro peregrinar, para hablar en nuestra propia
lengua, no para que nosotros aprendiéramos la suya.
Para Juan, el Espíritu es la paz de Dios, la
naturaleza intradivina nos es revelada de forma que podamos entreverla.
Asumimos que toda re-velación es un nuevo ocultamiento y nos proponemos amar
como Dios ama: siendo amor para todos, sin excepción; siendo paz que supere
cualquier obstáculo sin exigir nada, sin reclamar a nadie que aprenda nuestro
idioma, que asuma nuestras costumbres o que acepte nuestra organización. Muy al
contrario, el ejemplo de Dios que se hizo hombre olvidándose de sí mismo nos
llama a destejer toda la trama para unir nuestro ovillo a los demás y componer
una nueva realidad, una normalidad
distinta, con las aguja del respeto y de la solidaridad. Esta nueva urdimbre
será capaz de articular un nuevo cuerpo en el que todos seamos protagonistas y
compañeros, en el que todos tengamos arte y parte. Todos estamos llamados a una
unión física y tangible que espiritualmente se asiente en la aceptación de
todos, en el baile que no excluya a nadie.
Pentecostés: Unirse al baile de tres |