27/01/2019
En camino hacia el Reino.
Domingo III Ordinario.
Neh 8, 2-4a. 5-6. 8-10
Sal 18, 8-10. 15
1 Cor 12, 12-30
Lc 1, 1-4; 4, 14-21
Las páginas bíblicas nos legan el testimonio de un
pueblo reunido en torno a quien lo ha liberado de la esclavitud otorgándole la
libertad y devolviéndole la dignidad. Y no sólo una vez. Ocurrió ya en los
tiempos de Moisés y volvió a ocurrir en los de Esdras y Nehemías, que hoy nos
sirven de marco para la afirmación de un pueblo reunido en torno a un Dios real
que se ha manifestad activo y favorable a él en la historia. En torno a ese
Dios, representado en su palabra se reúnen hombres, mujeres y cuantos tienen
uso de razón: una comunidad capaz de escuchar, de acoger y de festejar. Un
pueblo dispuesto a orientar su vida según esa palabra.
Ese pueblo se descubre como un organismo vivo en el
que todos son importantes y necesarios, donde nadie sobra y todas las funciones
se deben realizar coordinadamente. Todavía en el texto de Pablo podemos
encontrar el recuerdo de viejas concepciones que parecían otorgar cierta
preeminencia a unos miembros sobre otros. Esta ha sido siempre la gran
tentación. Pero el fin de este pueblo, de este organismo vivo, se orienta hacia
la transformación en Reino. El Reino no es una entelequia abstracta; no es un
lugar. El Reino es el amor de Dios desbordándose y derramándose sobre todos y
cada uno de los seres humanos, sobre todos y cada uno de los rincones de la
realidad, de la creación. Dios es amor capaz de llenar el universo. Pero
mientras este universo se va llenando existen zonas de oscuridad, existe aún quien
no se ha articulado con el conjunto del cuerpo.
Durante mucho tiempo se ha pensado que Dios estaba
en su cielo, a la espera de que llegásemos; de que nos articuláramos con lo ya
establecido y nos incluyéramos en ese dinamismo corporal. Sin embargo, va
apareciendo la conciencia de que Dios no está quieto. Si Dios es amor que se
derrama, está allí donde ese amor llega. El cielo no es el lugar, o el estado,
donde Dios está esperando. No. Dios habita y se entrega al ser humano allí
donde ese cielo se encarna en situaciones concretas de justicia, solidaridad,
dignidad, reparación y participación. Dicho brevemente: Dios no está en el
cielo; el cielo está donde está Dios. Este es el gran mensaje de Jesús. El
criterio definitivo para descubrir a Dios en el mundo, para percibir su Reino
extendiéndose es que está allí donde los ciegos ven, los cautivos y oprimidos
son liberados y donde se proclama el año de gracia que el Espíritu extiende
horizontalmente, nivelando a todos los hombres y mujeres, articulándolos con el
resto del cuerpo, incluyéndolos en el Reino.
Pablo dirá en otro lugar que Cristo es la cabeza de ese cuerpo. Jesús
nos revela a todos cómo descubrir y activar el Reino. Se coloca en cabeza, en
primera posición, nos precede como primogénito en el camino hacia el Padre. El
cuerpo no es el Reino, sino que está en camino hacia él. El Reino en su
plenitud es Dios mismo amando a todos y todos amándose entre sí. Estamos en
camino hacia la plena aceptación y realización del amor de Dios en el mundo más
allá de formas y prácticas concretas. Toda la humanidad tiene los ojos fijos en
nosotros. Ojos expectantes, curiosos, altivamente divertidos o suplicantes. La
postura de la humanidad ante Dios es una postura ante la realización concreta
de su amor por parte de los creyentes, de todos ellos, de todos los credos;
ante las construcciones políticas y económicas que levantamos y ante las
realidades sociales que damos a luz.
En camino hacia el Reino |