28/10/2018
Sanar las cegueras
Domingo XXX T.O.
Jer 31, 7-9
Sal 125, 1-6
Hb 5, 1-6
Mc 10, 46-52
Dios no olvida a nadie. Él está siempre atento a
reunir junto a sí a todos los que marcharon. No estamos ya en la primera generación,
pero él no olvida sus promesas. Después del gran desastre, llega la desolación y
el pueblo descubre su ceguera y su cojera. Descubre también a Dios en su
interior, animando al reencuentro, impulsando a la reunión y hasta allí llegan aquellas
que han parido en el exilio y las preñadas que alumbrarán una realidad nueva. Nada
será como antes pero todo estará basado en la misma fidelidad, en el mismo amor
divino capaz de mantenerse al lado de la humanidad por mucho que esta se empeñe
en andar por su cuenta. Retorna el resto que ha sobrevivido a la hecatombe, todos
ellos están llamados a comenzar de nuevo y reconocerse como Israel, como quien
al perder en su lucha contra Dios recibió un nombre nuevo y aceptó como propia
la alianza firmada con sus padres, con su sangre. En sí mismos descubren el
amor que promueve el pacto y la naturaleza capaz de asumirlo y darle un vigor
nuevo. Efraín será el primogénito porque Dios sabe encontrar siempre caminos nuevos
y respeta la aportación de cada hombre y mujer, de cada pueblo. Con todos ellos
está grande, cambia su suerte y transforma el llanto en canto.
Dios es quien congrega. Él es quien llama y
escuchar esta llamada coloca siempre a la persona en un lugar intermedio entre Dios
y los hermanos. Dios se ha cuidado siempre de que existan personajes capaces de
ejercitar esta mediación, de hacer ver a los otros su ceguera y despertar en
ellos el anhelo por la luz. El deseo esencial de unidad e identificación. Vivir
en la oscuridad es sentirse limitado, incapaz de percibir la realidad en su
esplendor. De un modo similar, los cojos viven lastrados por su incapacidad
para moverse libremente y descubren que vivir
su limitación es conocerla y no dejarse vencer por ella. El primer paso para
superar cualquier obstáculo es desear vencerlo. El mediador es aquel ser
elegido para revelar la realidad y ofrecer una meta acorde con la grandeza de
quien llama y la naturaleza y dignidad de quien es llamado.
Todos somos llamados. En todos nosotros habita la
unidad que nos cita a la reunión de la totalidad. Todos, en diferente forma y medida, vivimos en cierto exilio, no siempre
el mismo para todos. Todos estamos
llamados a aportar al reencuentro lo que hemos hallado fuera, lo que ha nacido extramuros
de la costumbre. Todos estamos llamados a producir algo nuevo, a alumbrar lo
mejor de nosotros mismos en esa reunificación donde ya nada podrá ser lo que fue.
Todos somos mediadores los unos para los otros. Tenemos la responsabilidad de
no poner barreras a nadie que quiera unirse a la asamblea; no podemos mandar
callar a nadie, al contrario, debemos dar respuesta y permitir que todos se
acerquen y puedan descubrir su ceguera y el camino para superarla. Jesús fue en
esto insuperable. Supo aproximarse a todos y enlazar a todos con su propia fe, con
su confianza en que es posible alcanzar la unidad viviendo según predicaba el
maestro del norte. Nosotros somos los hijos de los hijos, los herederos de la
promesa, somos Efraín que retorna al corazón sureño para hacer suya la Antigua
Alianza y renovarla según la vida que ha descubierto fuera y la plenitud que
encuentra dentro cuando despoja la fuente de maleza y comparte el agua con
todos.
Sanar las cegueras |