31/03/2019
Ser padre
Domingo IV Cuaresma
Jos 5, 9a. 10-12
Sal 33, 2-7
2 Cor 5, 17-21
Lc 15, 1-3. 11-32
Durante muchos años fue común comentar esta
parábola identificándose con uno de los hijos, incluso con los dos. Más
modernamente, en cambio, ha sido habitual reparar en la figura del padre como
el gran protagonista del relato. Puestos a identificarse con alguien, somos,
pues, madres y padres (no una cosa u otra, sino la conjunción de ambas):
personas que saben entregarse desde lo profundo y están pendientes de los
próximos. Hemos renunciado a un bienestar parcelario e individualista para crear
un nuevo lazo de unión en el que poder compartir aquello verdaderamente
profundo y personal que somos. Pretendemos que nuestra aportación y experiencia
puedan enriquecer a los otros, serles útiles en la medida en que les descubran
la realidad y les muestren su propia capacidad de vinculación entre sí y con
Dios que se alberga en ellos mismos. Pero de repente, alguien descubre la
urgencia de disfrutar ya de esa enseñanza; alguien cree que sabe ya todas las
respuestas, que tiene derecho a caminar por sí mismo lejos del hogar y que
yendo por libre descubrirá aquello que aún no hemos podido mostrarle. Por eso,
decide que no tiene ya nada más que aprender ni que compartir con la familia,
con quienes hasta ahora le hemos cuidado y acompañado. Lejos del hogar, su
saber se convertirá en supervivencia y agotará todas las fuentes, recurriendo a
aquellas que no pueden saciar su sed y le dejen expuesto a la aniquilación de
sí mismo. Hasta lo mejor de cada uno se transforma y aniquila al vivir
egoístamente.
Poder parase a reflexionar se convierte entonces en
un lujo. El fugado valorará la
providencia de quien vela permanentemente por él y podrá ponerse en disposición
de recibir el alimento de la propia tierra, pues cada uno es el principal campo
de trabajo y lugar donde encontrar lo nuevo. Nuestro amor de padre y madre
volcado sobre quien se fue es Cristo. Cristo es el lazo que nos une con quien
no puede abrazarnos limpiamente: con quien pretendió navegar por su cuenta y se
perdió en el mar abierto y con quien permaneció a nuestro lado confiando en que
cumplir nuestra voluntad le haría merecedor de la herencia que el otro
dilapidó, sin darse cuenta que él, simplemente, la amontonaba exponiéndola a la
polilla y la herrumbre. Pero nosotros, que somos lo que nuestras entrañas de
misericordia nos hacen ser salimos de la casa por ambos, por el que se fue y
por el que, aun quedándose, aún no ha aprendido a entrar y gozar de nuestro
amor gratuito. Si aspiramos a ser como el padre amoroso, abandonaremos nuestro
refugio y reconciliaremos al mundo con nosotros mediante el vínculo que es nuestro
propio amor.
De forma misteriosa para nosotros, Dios es dándose
y su darse es él mismo apareciendo, actuando, siendo percibido como Cristo. Nuestra
actuación, nuestra vida, se orientará según Cristo pues él es el amor del padre
que podemos percibir, el maná que nos sustenta. Él es nuestro modelo y guía en
la eterna vocación a la que somos llamados: acercarnos a todos los pecadores y
comer con ellos para revelarles el fondo intacto de su corazón en el que aún
palpita el amor de Dios, en el que pueden escuchar y alimentarse de la
resonancia de la bendición que el universo proclama ininterrumpidamente. Ser
padre es ser plenamente hijo que se da en todo a todos.
Rembrandt, El regreso del hijo pródigo (1669) |