27/05/2018
Ser sinfonía.
Trinidad
Dt 4,32-34.39-40
Sal 32, 4-6. 9. 18-19. 20. 22
Rm 8, 14-17
Mt 28, 16-20
El que se deja llevar por el Espíritu de Dios es
hijo de Dios. De nuevo, la simplicidad. Frente a nuestro intento de comprender
racionalmente, la sencillez práctica de la evidencia. Dios es amor; es el ser
vuelto hacia fuera. El amor es el impulso vital que nos lleva a los demás. Ese
impulso es el Padre, el amor que en su difusión dice, engendra, a alguien
distinto de sí mismo al que amar: El Padre da de sí al Hijo. El Hijo es distinto
del Padre, pero igual en esencia, es amor que recibe y da, sin reservarse nada.
El amor devuelto lleva en sí la imprimación de quien lo devuelve y al ser
acogido de nuevo, el Padre reconoce en él esa nueva realidad y provoca una nueva
respuesta diferente a la primera. En el intercambio entre dos se crea un amor
siempre nuevo en el que están presentes el Padre y el Hijo de forma distinta a
sí mismos, pero compartiendo la igualdad que son. Ese amor entre ambos es el
Espíritu. Dios es amor. Es la comunión de los tres; es el baile de los tres que
danzando expanden el amor que son.
Dejarse llevar por el Espíritu es dejarse guiar por
este dinamismo. Es entregar a todos lo recibido poniendo en ello aquello que tú
eres. No puedes entregar tan sólo lo recibido. Como la flauta entrega la
melodía, incorporando su propia textura y sonoridad, también tú ofreces tu
propia música en tu donación y reconoces en la respuesta del otro la misma melodía
en su expresión propia. Con muchos acentos, la realidad es sinfónica. Según lo
percibimos entregamos el amor que Dios nos da y reconocemos en la respuesta del
otro el mismo amor de Dios transformado, interpretado según el otro y su
realidad. En el encuentro entre ambos amores está el Espíritu actuando,
impulsándonos a obrar juntos en pro de algo nuevo. Dejarse llevar por el
Espíritu es estar abierto a la voz del otro, reconocer en ella las sonoridades
que resuenan en nuestro propio corazón y estar dispuesto a que enriquezcan
nuestra propia vida pudiendo construir juntos algo que si no, no hubiera surgido
nunca.
En la justicia, en el derecho, en la naturaleza escuchamos
la palabra de Dios, su acercarse amorosamente a los más humildes: su
misericordia. Haciendo historia de nuestra vida podemos reconocer la presencia
permanente de Jesús entre nosotros. Depende de nosotros aceptar esa realidad y
que nuestro espíritu sea uno con el Espíritu. Podemos conjurar el miedo y
bautizar en el nombre de la Trinidad porque en ella reconocemos el rostro de
todos los hombres y mujeres sin sentirlos extraños, sino partes de la misma
melodía que nosotros somos. Estamos llamados a desarrollar y expresar
plenamente eso que somos, el don recibido, al compartirlo con los otros sin
exigir por ello ninguna conversión más que al fuego interior que anima a cada
persona. En ese fuego habita Dios y desde allí nos habla para liberarnos de
Egipto. Todos los liberados que se reconocen tales entonan la misma canción,
cada uno según su nota y su textura. Cada uno se suma a la sinfonía del mundo
nuevo aportando su melodía y reconociéndose en todas las demás.
La Misión, 1986 |
Para Violeta