29/04/2018
Amor consciente.
Domingo V Pascua
Hch 9, 26-31
Sal 21, 26b-28. 30-32
1 Jn 3, 18-24
Jn 15, 1-8
Existe un aspecto limitado de la conciencia que se
contenta con valorar nuestra conducta a la luz de las normas. Creo que a ese uso
parcial es al que Juan se refiere en su carta. Sin embargo, Dios es, como él
dice, más grande que esa exigua porción. Abrir el corazón y permitir que Dios
ocupe en él su lugar nos lleva a trascender todo aquello que hasta ese momento
nos era normal. Inauguramos una nueva manera de ser en este mundo, plenamente
consciente y mucho más amplia que esa conciencia que se recorta a sí misma. Plena
consciencia es la de Dios o, mejor, Dios es la plena consciencia en la que todo
acontece y que todo lo sostiene, pero cada uno de nosotros podemos ir avanzando
en consciencia y acercarnos así al pleno desarrollo de esa naturaleza creada a
imagen y semejanza de la divina.
Este desarrollo implica la superación de la
conciencia estrictamente moral. Amar con obras y según la verdad es responder a
la realidad que conocemos del mismo modo que lo hace Dios, aunque tu conciencia
no sepa darte aún razones suficientes. Dios es más grande, el conoce en
plenitud; puede que tú no sepas por qué has
de amar también al enemigo y pienses que en conciencia debes repudiarle, pero
percibes que Dios es contrario a ese repudio. La conciencia moral no puede
condenarte, no puede obligarte a obrar en contra del amor. Escucha al amor y
deja que la conciencia se haga consciencia que se aproxima a la semejanza
divina. El Espíritu es la voz del amor divino que habla en tu corazón. Él
fomenta y preserva la unidad más allá de la costumbre, de lo habitual, de la
moral.
Unidos en este amor, permanecemos unidos a Jesús
como los sarmientos a la vid. Nuestra adhesión a su persona es continuación y
prolongación del amor con que él amó conoció, acogió y se entregó al mundo. Jesús
fue capaz de amor a todos porque se hizo consciente de todos ellos y de su realidad,
conociéndolos y acogiéndolos como el Padre los conoce y acoge. Cambiar la
percepción es el primer paso para cambiar el mundo, la realidad, a nosotros
mismos y a nuestros próximos. Cambiar la percepción es cambiarnos a nosotros
mismos, aceptar la poda como modo de crecimiento y no aferrarse a nuestras
propias ideas, necesidades o planes. La consciencia que perseguimos se impone
por sí misma, como la verdad, como la novedad que reordena y reconfigura toda
tu cosmovisión. No es ocurrencia, ni simple descubrimiento, es acogida de lo
desvelado, de lo que se percibe como auténtico y como solución efectiva para el
momento presente, aunque la conciencia no pueda entenderlo o se resista a dejar
caer sus propios valores. Es convicción de que nos pertenecemos los unos a los
otros y de que amarnos es lavarnos los pies mutuamente, acogiendo la particularidad de
cada uno. Los discípulos supieron acoger
a Pablo entre ellos y no debió resultar fácil abrir la puerta al perseguidor.
No todos, de hecho, pudieron hacerlo y Pablo tuvo que trasladarse para que aquella
Iglesia recién parida pudiera crecer en paz. Otra verdad desenmascarada: todos
deben aceptar lo mismo. En la grandeza de Dios caben todas las sensibilidades;
él acoge y respeta todos los procesos. Lo único que reprueba es el
estancamiento, la parálisis del amor.
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