12/11/2017
Tan sólo permanece lo que se da
Domingo XXXII Ordinario
Sb 6, 12-16
Sal 62, 2-8
1 Tes 4, 13-17
Mt 25, 1-13
La Sabiduría recorre los caminos del mundo
esperando ser acogida. Puede ser reconocida por quienes la buscan y esperan con
sinceridad de corazón. Se da a conocer en el mundo, en lo concreto de la vida
diaria. Ella estuvo presente en su creación, tuvo un papel importante y reside
aún en él como peregrina que se ofrece a su propia obra para brindarle sentido
y no dejar al ser humano caer en el vacío. Ella es la mediación personal que la
tradición bíblica encontró entre los hombres y el Yahweh que se comunicaba a
través de mensajeros escogidos. Muchos hombres y mujeres la hospedaron y
adhiriéndose a ella conocieron el corazón de Dios y supieron reconocer lo bueno
de la Ley y las profecías.
Sus vidas cambiaron desde ese momento y Dios pasó a
ocupar un lugar central en ellas. Todos sus días se llenaron de esa Sabiduría
que les conectaba con Dios. Desde la mañana hasta el retorno al lecho alababan
a Dios al vislumbrarlo cercano a ellos. ¿Quién es un sabio? Aquél que ve a Dios
presente en la vida y ve el mundo con los mismos ojos que él, tal como él lo
sueña, tal como él lo creó. Aquél que limpiamente ofrece a los demás el amor de
Dios, sin pervertir su esencia, sin acomodarlo a sus intereses ni pretender que
hable en su favor. Quien así obra comprenderá todos los secretos de la vida, incluso el mayor de
ellos, el sentido de la muerte como paso hacia la Plenitud. Así lo descubrió y
vivió, entre otras, la comunidad de Tesalónica.
De mano de la fe en la resurrección de Jesús comprendieron que la vida
no tiene fin. Es una realidad eterna que se nos ofrece por puro amor. Jesús fue
comprendido como la definitiva encarnación de la misma Sabiduría: Amor de Dios
en acción, siempre cercano a todos pero desviviéndose especialmente por sus preferidos,
a quienes no ocultaba ante nadie. La sabiduría era pues, al final, más grande
que la Ley. Ella era el verdadero camino, el definitivo amar sin medida. Porque
el amor, no existe; el amar, sí.
Jesús es la luz definitiva que llega hasta la
creación para acabar de alumbrarla, de darle su sentido último. Por eso son
necesarias las lámparas de las doncellas, para iluminar este mundo mientras el
novio llega. Las jóvenes sabias cuidan de traslucir su sabiduría y acercar el
sentido último de la vida a todos, pero especialmente a los preferidos de Dios.
Esa es la luz definitiva: que nadie se pierda por los caminos, que nadie sufra
escasez alguna en un mundo creado para todos y dotado de recursos para todos,
que todos vivamos como hermanos, que todos seamos una sola familia y entremos
de la mano al banquete cuando llegue el novio. Para eso las vírgenes, las que
conservan indemne la ilusión por un mundo nuevo, rellenan sus lámparas con el
aceite de su propia experiencia de Dios, de su propia vida vivida a la luz de
la sabiduría amorosa que otorga la lucha por los derechos de todos. Su luz se
va gastando a la par que su vida, pero el amor descubierto, dado y recibido, la
renueva continuamente. Es el crisma que las unge y hace de ellas nuevas zarzas,
que arden también sin consumirse. Pero eso no puede compartirse… quienes, por
el contrario, viven al margen de los demás, custodiando el regalo recibido como
un don personal e intransferible que no pueden desperdiciar terminarán por
agotarse en sí mismos. Finalmente, pues, será verdad que tan sólo permanece
aquello que entregaste.
Ladislav Zaborsky "Vírgenes prudentes y necias y Cristo" |
...Voz del Silencio, Pobre, así como soy, sin saber...
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