domingo, 28 de mayo de 2017

Domingo VII de Pascua. La Ascensión



28/05/2017
Domingo VII Pascua
 [Ascensión]
Hch 1, 1-11
Sal 46, 2-3. 6-9
Ef 1, 17-23
Mt 28, 16-20
En Jerusalén o en Galilea, el centro del mundo está allí donde el hombre y Dios se encuentran. Dios se hizo hombre y asumió en sí mismo la realidad humana, aquello que es común a todos los seres humanos. Descendió, dice la tradición, hasta ser uno con nosotros y al ascender, según el mismo esquema, se lleva consigo aquello que a todos nos es común. Desde entonces, la humanidad está presente para siempre en la divinidad. El hombre y Dios ya nunca serán ajenos.
La vida de Jesús le llevó a ser perfectamente hombre; su salir de sí, reflejo del salir de Dios, todo lo que hizo y enseñó, le condujo a vivir plenamente su humanidad acogiendo sin reservas la divinidad que en él habitaba y al final, él mismo nos legó el Espíritu que nos permitirá reconocer cuál es la verdadera gloria y sabiduría a la que Dios nos llama: “Galileos” (seres humanos, enraizados en vuestra historia y vuestra cultura) no os quedéis allí “plantados”, acoged el don de Dios, trasplantaos y fructificad como hizo Jesús, uno de los vuestros, que vive ya por siempre junto a Dios y desde él “volverá” a vosotros. Mientras tanto, por todo lo común que, en Jesús, compartimos ya con Dios, el Padre mismo, a quien acogemos como Espíritu enviado por Cristo,  vive ya en nosotros. Nunca estamos solos.
Es la certeza de la Pascua: pese a la ausencia del amigo, la soledad no existe. La vida orientada por la Palabra, las comidas compartidas en fraternidad con los empobrecidos y la acogida del don del Espíritu son, en conjunto, presencia de Dios en nuestra vida que podemos vivir como existencia eucarística: memorial que recuerda, actualiza y acerca el futuro, convirtiendo el presente en un nuevo comienzo.  

domingo, 21 de mayo de 2017

Domingo VI de Pascua



21/05/2017
Domingo VI Pascua
Hch 8, 5-8. 14-17
Sal 65, 1-3a. 4-7a. 16. 20
Pe 3, 1. 15-18
Jn 14, 15-21
Poco a poco se extiende por el mundo la vida que brota de la comunión vivida entre los hombres y Dios. Hasta Samaría ha llegado ya la buena noticia: ¡Dios te ama! Felipe el diácono se lo hizo claramente visible y los samaritanos lo reconocieron presente entre ellos, hasta el punto de poder dar razón de su fe presentando su propia vida como ilustración: “Esto hizo el Señor conmigo…”
Jesús sabe que debe dejarnos para que podamos recibir la plenitud del Espíritu. En Jesús, Dios compartió con nosotros todo aquello que es común a cada ser humano pero Jesús no agotó en sí la divinidad, fue siempre un hombre de su tiempo y su cultura y más allá de su tiempo y de sus fronteras un mundo entero está todavía a la espera. Su definitiva transfiguración pascual reveló a sus amigos que la unidad de Jesús y el Padre era el hogar donde el mundo estaba llamado a habitar. Esta es la razón que, como los samaritanos, nosotros podemos argumentar: “Así habitamos en mi interior; nunca estoy solo; nunca soy solo uno”.
El Paráclito es aquél que ha sido convocado en nuestra ayuda para mantener vivo en nuestra alma este fuego que arde sin consumirnos. Podemos reconocerlo porque mora en nosotros, porque él, el Hijo Jesús y el Padre: Dios, se hace uno con nosotros. El mundo no lo reconoce porque no se ha parado a mirar dentro de sí mismo. Le falta el toque de atención que Felipe dio a los samaritanos, revelándoles lo que sólo un verdadero maestro puede mostrar: a Dios mismo llamándoles desde el fondo de su alma mientras les abre los ojos para ver un mundo nuevo, sin endemoniados ni parálisis capaces de amortajar sus vidas.
Jesús vive y el Espíritu sopla su aliento sobre el rescoldo que en nosotros mantiene vivo su amor. La llama que prende es el fuego que puede iluminar al mundo y mostrarle al Dios que lo acuna a la espera de su despertar.

domingo, 14 de mayo de 2017

Domingo V de Pascua



14/05/2017
Domingo V Pascua
Hch 6, 1-7
Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19
1 Pe 2, 4-9
Jn 14, 1-12
A pesar del tiempo que lleva con nosotros seguimos sin reconocerle. Todavía esperamos que la espectacularidad irrumpa en nuestras vidas y nos muestre el camino. Mientras tanto, intentamos domesticar lo que de él sabemos, construir atajos y proyectar trazados que nos permitan alcanzar el núcleo capaz de mostrar una magnificencia que el mundo pueda entender y nos dé así, por fin, la razón.
Colocar en nuestra vida el fundamento adecuado es descansar en él y dejar que nuestra alma se acompase con su ritmo. “Quien me ve a mí ve al Padre…”, quien ve al crucificado consigue ver al Dios verdadero haciéndose solidario con los crucificados del mundo para acabar como uno de ellos. Y ya está. No queda ya nada que ver. Nuestra piedra angular ha vuelto a transformarse en piedra de escándalo: ¡Vaya un Dios inútil! Desciende hasta aquí para terminar muriendo como un cualquiera y tener que salir por la puerta de atrás.
Dios no desciende desde ningún sitio, porque siempre ha estado aquí. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas…” desde el interior de nuestra alma nos convoca aquél que marchó para prepararnos un sitio. En la casa del Padre hay tantas moradas como almas existen en el mundo; en cada alma hay tantas moradas como perspectivas necesitaría el hombre para comprender la plenitud de Dios. No importa cuál ocupes, lo importante es que lo hagas en plenitud; sabiendo acallar, como Jesús hizo en su vida, el ruido que impide oír la voz de Dios que cada mañana nos llama a la sencillez del ladrillo que colabora en la edificación de una vida nueva. Piedra viva que aporta disponibilidad y solidez.
A la luz de la Pascua descubrimos que Jesús se encamina hacia la muerte y esa es la vía que nos presenta; la de quien ha colocado como cimiento de su vida la simplicidad del Padre que pregunta por el hermano ausente. Hasta ese hermano, arrojado del convite, acude Jesús sabiendo que él es la Palabra y el obrar mismo de Dios que se pone en manos del hombre. Su camino nos revela no sólo la dirección en la que se mueve, sino la manera en que lo hace. Renunciando a sus privilegios encuentra al hermano por el que el Padre le pregunta y se une a su dolor y a su espera, sin pretender nada extraordinario.  

domingo, 7 de mayo de 2017

Domingo IV de Pascua



07/05/2017
Domingo IV Pascua
Hch 2, 14a. 36-41
Sal 22, 1-6
1 Pe 2, 20-25
Jn 10, 1-10
A cada uno llama personalmente Jesús, como saca el pastor a cada oveja del aprisco. No estamos disueltos en una masa amorfa, sino que a cada corazón llega el silbo del pastor. Es apelación a nuestra propia responsabilidad para comprometernos en seguirle más allá de los muros protectores de la majada. Nos refugiamos en el anonimato de la costumbre pensando ponernos a salvo del mundo y sus tentaciones pero Jesús nos insta a dejar ese refugio y, en su nombre, sumergirnos en la realidad que sigue clamando desde la infinita oscuridad de las amenazantes cañadas.
Sabemos quién nos guía, conocemos a aquél de quien nos hemos fiado, conocemos cuál fue su suerte; tras sus pasos recorremos los caminos y de su mano aceptamos a cuantos llegan siguiéndole desde otros rediles, como nosotros, muertos ya al pecado. Pecado es el aislamiento en sí mismo, la cerrazón frente a Dios y el hermano. Los muros de este aislamiento fueron ya derrumbados en el mismo momento que se rasgaba el velo del Templo. Nuestro ovil es ya tan sólo la ruina de esa pecaminosa protección que anhelábamos. El mundo es nuestro nuevo hogar, allí ungirá Jesús nuestra cabeza con perfume mientras acogemos y arropamos a todos aquellos hermanos de quienes no podremos ya desentendernos.
Él es la puerta que nos conduce más allá de nosotros mismos; nos sumergirnos en él para desde él resurgir lanzados hacia la vida, hacia la mesa dispuesta frente a nuestros enemigos, a los que acogemos con el mismo acto de amor que él tuvo con nosotros. Hasta las fuentes tranquilas y los pastos frescos llegaremos de la mano de las víctimas del ser humano, tendiéndosela también a sus victimarios, pues a todos convoca el pastor y cada uno debe reconocer su falta. Sólo ofreciendo esa mano podremos escapar de la perversión de nuestra generación; no existe salvación si no se acoge la definitiva justicia que muestre públicamente el corazón de cada uno y le haga consciente del verdadero alcance de su obrar.