24/02/2019
Renunciar al instinto.
Domingo VII T.O.
1 Sm 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23
Sal 102, 1-4. 8. 10. 12-13
1 Cor 15, 45-49
Lc 6, 27-38
Tan solo existe un modo de terminar con la
violencia: renunciar a ejercerla cuando tenemos ocasión. La violencia es una
condición que influye sobre nuestras reacciones, que nos conforma con el resto
del mundo. Es lo normal. No podemos esperar respeto de los demás si no lo
imponemos de alguna manera. La violencia, física o psicológica, ha sido por
siglos un método para conseguir objetivos, para prestar solidez a nuestros
razonamientos, para ilustrar el resultado de oponerse a ellos. Ciertamente, el
mundo parece un universo violento que se mueve por la inercia de la acción y la
reacción.
Nos es difícil escapar a esta dimensión. Llevamos
la supervivencia impresa en los genes y
se nos cuela siempre el impulso de avasallar antes que sucumbir. La respuesta a
una agresión se convirtió en algo determinante. La poderosa conciencia
veterotestamentaria no consiguió pasar más allá del talión y tuvo que
conformarse con moderar los impulsos recurriendo a la justicia estrictamente
retributiva: a cada cual lo que merece. Fue ya una primera superación de
nuestro límite. Era hasta entonces la ira la que tomaba las riendas y el
impulso acababa cuando la tensión acumulada se disolvía en la extinción del
enemigo. Y este era nuestro límite: no reconocer frente a nosotros más que
enemigos merecedores de castigo. A este impulso vengativo se le opuso la
legislación humana y divina admitiendo que nadie merece más castigo que el mal
que ha causado y fue un primer paso. David dio un paso más y admitió la
imposibilidad de atentar contra la integridad de ciertas personas en virtud de
su dignidad. Fue, sin embargo, un paso elitista pues sólo a unos pocos se les
reconocía este privilegio en razón de su elección divina. El ungido del Señor
no podía morir a manos humanas. Respetar tal convicción hace a David, por dos
ocasiones, acreedor del respeto de Saúl.
Sin embargo, la revelación definitiva vendrá de
Jesús quien propondrá a sus vecinos la regla de oro descubierta por todas las
almas grandes. Es ciertamente un principio universal, presente en todas las
culturas, pero lo original de Jesús es que la presenta como reflejo del ser de
Dios. La solidaridad, la justicia y la libertad son la herencia impresa en
nuestros genes espirituales pues somos imagen de Dios. No somos buenos porque esperamos que el otro, en
contraprestación lo sea con nosotros, sino porque le amamos. Incluso al
enemigo. Y por el amor que le tenemos le mostramos el único camino que puede
verdaderamente humanizar este mundo: renunciar al instinto y dar paso al amor
como forma activa de relación. La naturalidad que nos constituye no es
únicamente lo instintivo. Es también lo espiritual pues no somos seres
divididos. Somos seres en construcción que nos descubrimos mientras nos alzamos
desde el barro primigenio. Nuestro humus no es únicamente físico sino una
tangibilidad capaz de amar, de expresar la fuente que lo origina, de transmitir
todo aquello que recibe. Esa expresión nos hace ser auténticamente en y desde
la raíz; nos hace ser lo que somos. Renunciar a dejarnos gobernar por el
instinto es reconocer que somos más que eso y poner nuestra vida en manos del amor
que también es en lo profundo de nuestro adversario, es hacerle caer en la
cuenta de sí mismo. Es un acto de amor que le revela su identidad.
Marc Ribaud, Jane Rose Kasmir protesta frente al Pentágono el 21 de noviembre de 1967 |