29/12/2019
Sagradas Familias
Si 3, 2-6. 12-14
Sal 127, 1-5
Col 3, 12-21
Mt 2, 13-15. 19-23
Vivimos en un mundo en permanente proceso; todo
está en construcción. El Reino va creciendo misteriosamente. Por eso, la fiesta
de hoy no pretende decirnos lo que la familia es, sino aquello a lo que está
llamada a ser. La familia de la que nos habla hoy el Sirácida más allá de su evidente
sesgo patriarcal, típico de un tiempo que ya pasó, nos presenta un ecosistema
en el que lo definitivo no se identifica por su valor social, sino por el que
asigna a cada persona. Cada miembro tienen su papel y es la conjunción de todos
ellos lo que origina el nacimiento de la familia como célula básica en la que
se pueden aprender valores que el grupo social considera aceptables.
La familia, sea cual sea y se organice como se
organice, tiene su valor intrínseco en la relación que se da entre sus miembros
y en el papel educativo que desempeña. La carta a los colosenses nos pone sobre
la pista de la motivación fundamental: es el amor lo que debe catalizar la vida
familiar. Con amor, cualquier familia puede ser el centro de la vida personal
de sus componentes; sin él, se convierte en un marco opresivo que arrastra a todos
a una espiral destructiva. Una familia donde reina el amor será signo luminoso
allí donde esté y se convertirá en metáfora apropiada para explicar el
funcionamiento social; será modelo apetecible por todos hasta el punto de poder
explicar las diversas relaciones sociales, profesionales, económicas, de
amistad, religiosas… en términos familiares. Si no, no lo será, por muy
tradicional que sea. El amor, ya lo hemos dicho otras veces, no tiene nada que
ver con un sentimiento de apego ni, mucho menos, con intento alguno de
dominación. El amor se cifra, únicamente, en buscar el bien del otro y está más
relacionado con la voluntad que con el sentimentalismo. Es voluntad de que el
otro sea feliz: querer querer; determinada determinación de que alcance lo
mejor.
Sólo desde esa determinación se puede comprender
que José pusiera a su familia rumbo a Egipto, lo cual ahora parece sencillo e
incluso romántico, pero no debió serlo. No lo fue, de hecho. La gran mayoría de
los intérpretes consideran que éste, como tantos episodios de la infancia de
Jesús, fue “construido” para poner al niño en sintonía con las profecías
mesiánicas o como presentación de cuestiones que Mateo y Lucas tratarán después
por extenso en sus respectivos escritos. Por eso, entre otras cosas,
celebrábamos la semana pasada su nacimiento en Belén, por eso subrayamos hoy su
procedencia egipcia, a imagen del pueblo llamado por Dios desde su más tierna
“infancia” y recordamos que será llamado nazareno (“nazoraios”), aunque esta
profecía no se encuentre en ningún texto conocido, ni canónico ni apócrifo,
vinculado a la tradición veterotestamentaria. En esa familia primigenia se
vivía ya una liturgia de lo cotidiano que lo ponía todo en referencia a
Dios al descubrirlo en la normalidad del día a día. Por eso era Sagrada, porque
en ningún momento se entendía separada de Dios y todo estaba siempre en función
del bien de los demás. La comunicación en sueños, habitual en los patriarcas,
nos habla de una comprensión del mundo según Dios mismo; la nula pereza ante
semejante viaje nos da cuenta de su disposición para obrar siguiendo una revelación
percibida como habitual. Sagradas son las familias en las que todo es en Dios con la familiar naturalidad de los que se aman.
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