29/09/2019
La prueba del algodón.
Domingo XXVI T.O.
Am 6, 1a. 4-7
Sal 145, 7-10
1 Tim 6, 11-16
Lc 16, 19-31
De Nuevo, Jesús se sitúa en la misma perspectiva
que Amós. El profeta criticaba la vida despilfarradora y repleta de lujos y
comodidad que llevaban aquellos personajes que se pensaban seguros en sus
palacios. Ellos tan sólo confiaban en sí mismos, envalentonados por su éxito y
su prosperidad. Nos va bien, pensaban, estamos en la cima del mundo, en Sión,
la morada del mismo Dios, y nuestra licenciosa
vida testimonia nuestro triunfo. En la cima del mundo se pensaban quienes en
realidad moraban en los mismos montes de Samaria que los profetas de lengua
vacía y boca cenagosa a los que también criticará Jeremías por su impiedad. A
la censura de esa impiedad y de su depravación se une la denuncia de sus secuelas.
Porque nada existe sin consecuencias. La despreocupación de unos pocos se
sostiene sobre la explotación de muchos. Y, como ya lo dice el salmista es a
esos oprimidos a los que se mantiene fiel el Señor. Jesús y Amós confirman con
rotundidad este mensaje.
Jesús, además, añade consideraciones escatológicas
que pretenden enseñar, no ilustrar. Es decir, no nos dice cómo será ese mundo
último, sino que nos presenta el abismo infranqueable que se produce entre el
ser de Dios y la vida alejado de él. Esa sima se abre ya en la vida presente y
se mantiene en la futura, sea como sea. La única definición posible para eso
que llamamos infierno es la de estar alejado de Dios. Y estar cerca o lejos de
Dios es una opción personal no achacable a la ignorancia pues para eso existen
Moisés y los Profetas. Todo israelita de la época sabía que leyéndolos podía
encontrar el modo de mantenerse en sintonía con el amor creador. Del mismo
modo, lo sabemos nosotros y, por si quedase alguna duda, podemos añadir también
la literatura posterior que sintetiza todo lo allí dicho. Es el caso de la
carta a Timoteo que leemos hoy, donde se nos aconseja buscar la justicia, la
piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre…, esto es: el equilibrio
universal entre bienes personales y los compartidos; el reconocimiento de la
voluntad de Dios por encima de cultos y oropeles;, la confianza en aquél a
quien sigues y sobre él que fundamentas tu vida; la preocupación y búsqueda del
bien y la felicidad de todos; el trato sincero y amoroso a la par que exigente;
el reconocimiento de que no es mi voluntad, ni mi proyecto, ni mis ideales los
que deben imponerse…
Todo esto redundará en el bien común sin dejar el
camino sembrado de cadáveres y nos introducirá voluntariamente en el destino al
que somos llamados. Que la salvación es gratuita hay que afirmarlo siempre,
pero que su aceptación es voluntaria hay que remacharlo también sin cesar. En
lo más profundo de nuestro ser resuena la invitación y la única manera eficaz
de hacerla nuestra es olvidar los privilegios que pensamos que nos pertenecen y
poner nuestra vida a disposición del mismo Dios que nos llama y que podemos
reconocer en todos los demás. La tradición hindú expresa esto con la palabra Namasté
y nuestra propia tradición
judeocristiana afirma que actuando así conseguiremos ir construyendo poco a
poco el Reino del que Jesús dio testimonio incluso frente a Pilato y que en
algún momento u otro se nos manifestará plenamente. La prueba del algodón: que
mi bienestar no produzca ningún mal; que nuestra civilización no se construya
sobre la sangría de otros.
La prueba del algodón |