30/12/2018
Los unos a los otros.
Domingo Sagrada Familia.
Si 3, 2-6. 12-14
Sal 127, 1-5
Col 3, 12-21
Lc 2, 41-52
Contemplamos hoy como Jesús pierde la noción del
tiempo y se queda en el Templo departiendo con los doctores de la Ley. Si, más
allá de la posibilidad real del hecho, ciertamente pequeña, recurrimos a su
valor simbólico, podríamos afirmar que ese encuentro se produce en la
interioridad creyente de Jesús. Ya en sus años más jóvenes, Jesús se apartaba de la caravana, del
transcurrir cotidiano de la vida en su aldea y de los trasiegos de unos y
otros, para dedicarse a contrastar su progresivo y personal descubrimiento del
Dios de la Vida con las doctrinas de aquellos maestros que, por las noticias
que tenemos, se alejaban bastante del espíritu de la Ley para centrarse en la
letra. Jesús era, estoy convencido, un muchacho noble, leal y sincero, de los
que ponen en práctica, aquello que viven en su interior. Por eso el resultado
de estos momentos de interioridad era muchas veces desconcertante para su familia
que veía a su hijo en boca de todos los vecinos. Y la respuesta de Jesús, por
simple, no deja de ser enojosa como bien saben, y han sabido durante siglos, los
padres de cualquier hijo adolescente por mucho que su hijo les esté aún sujeto
por las circunstancias.
Aquella familia de Nazaret, como todas las
nuestras, no fue ajena a los conflictos y a las situaciones de tensión propias
del crecimiento. Y Jesús fue creciendo en sabiduría y estatura, eso era
evidente para todos. Y creció también en otra sabiduría y gracia, lo cual fue
evidente para Dios desde el primer día pero no lo fue para unos pocos hasta
años más tarde. Y entre esos pocos no estuvo su familia que en cierta ocasión
fue a buscarlo pensando que estaba loco, con evidente y sincera preocupación
por este hijo y hermano que ha marchado de casa, negándonos la ayuda de unos
brazos fuertes que trabajen para ayudarnos, hablando de lo que no sabe y
escandalizando a las autoridades. No, aquella familia no fue un remanso de paz…
La Ley de su pueblo hablaba a Jesús de la
obediencia al padre y a la madre y la tradición posterior había ahondado, sobre
todo, en el respeto por el padre. Él, mediante su palabra y su acción,
convertirá el respeto y la obediencia en amor y extenderá el círculo a todos
aquellos que se vinculan a la voluntad de Dios, que la cumplen de buen grado,
haciéndola suya. Vemos como Pablo lo pone por escrito para toda la comunidad
cristiana, para la nueva familia que supera los lazos de la sangre, haciendo
hincapié en una dimensión fundamental: la reciprocidad. Del uno para el otro y
del otro para el uno. El marido a la esposa, el padre al hijo y el hijo al
padre. La igualdad es el lazo fundamental entre los miembros de esta nueva
familia. Sagrada, sí, porque se distingue del resto del mundo por el símbolo
del bautismo que expresa la intención de hacer tuya esa voluntad divina. Por
ella aceptas como hermanos a los que Dios te da, no a quienes tú eliges. Pero
eso no significa que olvides a nadie. Existe una única gran familia humana. En
su seno, nuestra propia familia, interiormente entrelazada por un vínculo
sacramental dialoga con otras muchas familias con sus propios vínculos. Para
este diálogo vale y es suficiente la ética que nos presenta hoy Pablo, reflejo de la vida de Jesús el Cristo.
Por eso es una pena que sigamos complicando estas relaciones prefiriendo convertirnos
unos a otros en lugar de enriquecernos mutuamente.
Los unos a los otros |