26/11/2017
El cordero y el león
Domingo XXXIV Ordinario
Ez 34, 11-12. 15-17
Sal 22, 1-3. 5.6
1 Cor 15, 20-26. 28
Mt 25, 31-46
El idioma habitual de Jesús fue el arameo. En esta
lengua habló con sus vecinos y narró sus parábolas. Al hablar de la derecha del
rey empleó la palabra yamina, que significaba también promesa. Aquellos
que él coloca a su derecha pasan a formar parte de su promesa, del nuevo compromiso
que Dios firma con la humanidad. Todos los pactos anteriores se condensan en
este último y definitivo: el banquete universal.
El idioma habitual de Dios es el amor. Él es el Amor
y su señorío se asienta en su capacidad de estar pendiente de todos hasta el
punto de salir en busca de cada uno como si fuera el único y en su voluntad de
hacer de cada uno criterio de salvación para los demás. Él, el león, el rey, la
fuerza, se hace cordero para decirnos cómo salvarnos unos a otros de las garras
de la muerte, de la inhumanidad, de lo ajeno a Dios. Nada hay más ajeno a Dios
que la ausencia de amor. Dios creó el mundo retirándose para dejar paso a otra
realidad distinta de sí mismo, pero capaz de reconocerle y de dejarse animar
por él, llamada a retornar a él, llamada a amar. En esta realidad Dios está
presente en cada acto de amor, en quien lo da y en quien lo recibe y,
especialmente, en quien necesitándolo más no lo goza jamás. Dios se retiró, cierto,
pero no abandonó la realidad a su suerte. La sostiene y alienta con el amor
como argamasa y estructura. El misterio del mal no es su existencia sino que
Dios esté allí sosteniendo a los que lo sufren en la más absoluta desesperación
y sufriéndola con ellos. El amor es el dinamismo de origen divino que el hombre
puede asumir como modo de conocimiento, de entrega fraterna y de remedio de
esta vergonzosa catástrofe.
Participar de este amor, actualizar el contenido de
la promesa, es poner a trabajar los propios talentos y en la cooperación con
otros lograr que produzcan lo que parecía imposible: para unos, percibir la
acción de Dios en quien se les acerca, pues no hay otra explicación posible y reconocerse
así deudores de ambos; para otros
descubrir a Dios en su más intima naturaleza y compartir con él su juicio, su
opinión, su conocimiento del mundo y del alma. Se rompe así la espiral que
desde quienes, empeñados en no perder ni arriesgar un patrimonio que consideran
inamovible, había creado un orden perverso que negaba a los demás el tesoro recibido
convirtiéndolo en arqueología. A Dios podemos encontrarlo en el fondo de la
realidad, allí donde la riqueza creada por el hombre se agota y tiene que ceder
el lugar a la riqueza del amor de Dios como última posibilidad de no caer en la
locura. Allí donde, tras el expolio, tan sólo existe el espacio para re-crear el
mundo partiendo de nuevo de la nada. Todo el mundo es reflejo de Dios, toda la realidad
está sostenida y habitada por él y toda la realidad lo expresa y califica. Pero
su íntima esencia nos es accesible tan sólo allí donde no queda nada más que la
humanidad vejada, allí donde el Amor puede, desde la muerte vencida, volver a
cimentar el mundo.
No es suficiente con acoger al cordero, es necesario
renunciar a la oscuridad que anida en nuestro ser león y hacernos, con él,
corderos como él. Corazón de león, cayado de pastor, unanimidad de cordero. Comunidad
real y sacerdotal que profetiza con la sencillez de su acción.
El cordero y el león |