30/04/2017
Domingo
III Pascua
Hch
2, 14. 22-33
Sal
15, 1-2. 5. 7-11
1
Pe 1, 17-21
Lc
24, 13-35
Ya todos sabéis lo que ha pasado a las
afueras de Jerusalén. Conocíais a Jesús que, en resumen, era un hombre bueno…
Sin embargo, las autoridades dieron más importancia a esos gestos que ellos
consideraban heréticos que a sus buenas obras. Para ellos la Ley está siempre
por encima del ser humano, sobre todo si es pobre. Así convierten la religión
en un cepo razonable: si quieres tu salvación, debes cumplir las normas. Usando
la misma razón nos vemos obligados a admitir que aquel buen hombre murió ya.
Pensábamos que sería distinto…
Sin embargo, algo queda de su simiente y
acogeremos al peregrino para que no prosiga su camino expuesto a la oscuridad
de la noche. Así lo habría hecho él. Y en su imitación surge la certeza; en la
intimidad del encuentro personal se revive la intimidad del encuentro con él
mismo y todo cobra ahora un nuevo sentido: su transfiguración definitiva se da
entre dos caminantes abiertos al prójimo y no ya al amparo de la Ley y la
profecía, ambas eran transitorias; la Escritura ilumina los hechos de cada vida
y el recuerdo de lo ocurrido se puede actualizar y vivir en plenitud; el gesto
expresa la actitud del partirse de cada uno y esta experiencia impulsa a cada
discípulo a recorrer juntos la noche sin miedo alguno para dar la noticia
definitiva: “¡Vive!” La vida transformada en memorial es plena acción de
gracias: entrega gratuita de lo gratuitamente recibido para que siembre el
reino de Dios entre nosotros.
Era necesario que todo ocurriese para liberar
nuestra alma del imperio de una razón que no puede concebir a un Dios sediento
de amor y lo imaginaba ávido de cumplimiento. Así, justo donde era inimaginable
encontrar a Dios, él actuó y resurgió desde el vacio mismo de la muerte. Con él
a mi derecha, presente en mi acción cotidiana desde lo hondo del corazón que
compartimos, no queda espacio para el temor.