10/06/2018
Una casa para todos.
Domingo X Ordinario.
Gn 3, 9-15
Sal 129, 1b-2. 3-5. 7-8
2 Cor 4, 13 — 5, 1
Mc 3, 20-35
Jesús vuelve a casa. No importa mucho qué casa
fuera esta o dónde estuviese. Regresa tras sus primeras controversias en
Galilea a un espacio de sosiego, de paz, donde puede compartir con aquellos que
son para él queridos, donde él se siente también querido y donde puede acoger a
la gente que viene a escucharle y a pedirle diferentes cosas; multitudes, según
Marcos. No es una casa que se identifique con muros y patios, aunque los tuviera.
Es más bien una casa que va edificándose desde el interior y crece hasta esa
dimensión espiritual de la que habla Pablo. Es una casa que trasciende su
propia realidad para identificarse con la realidad de unas relaciones
desconocidas hasta entonces, con una nueva familia que supera los lazos de
sangre, los afectos y los apegos humanos. Una casa en la que nadie debe
esconderse para tapar su desnudez como les ocurrió a Adán y Eva. Nada hay de
vergonzoso en quien comparte y acepta de corazón.
Hasta este espacio, no sujeto a un lugar concreto,
sino encarnado en una nueva manera de amarse todos, llegaron los escribas, los
expertos en Escritura y en las leyes de aquél tiempo para decirle a Jesús que
eso no era lo que Dios quería, que era más bien reflejo de algo malo, satánico,
opuesto por completo a Dios que siempre ha querido el orden que ellos habían
adoptado como bueno y aceptable. El
demonio que ya engañó a nuestros padres, dicen, ha vuelto a presentarse ahora
simulando sanaciones inexplicables para engañarnos a nosotros también. Jesús, en cambio, afirma que todo esto es
obra del Espíritu, que reuniendo, sana a quienes lo aceptan y se aceptan entre
sí. Y da, de esta manera, entrada y forma a una nueva realidad: algo
desconocido hasta ahora que germina y va creciendo. Oponerse a esta nueva forma
de entender la unidad entre iguales es oponerse a la acción del Espíritu. Es
una blasfemia, porque es ir contra la voluntad de Dios. Y es imperdonable
porque no permite que el hombre herido pueda sanar ni que quien hirió pueda
reconocer su error; porque sostiene y ampara el mal, esa relación basada en el
dominio y la fuerza, impidiendo que el amor cree algo nuevo y verdadero en
todos. Creemos, por eso hablamos. Podríamos decir con Pablo. Creemos, por eso
acogemos, amamos y, como resultado, sanamos… sin saber muy bien cómo, pero
dando gracias a Dios por ello.
Viene también su familia, movida por una preocupación
sincera. A ellos les revelará Jesús que también la familia está llamada a extenderse
más allá de los estrictos lazos de parentesco. Jesús, el hombre que vivió
amando sin medida, comenzó a aprender esta forma de vida en esa familia, fuera
cual fuese su extensión. Su naturaleza divina pudo enraizarse en esa
experiencia primordial. Su madre y sus hermanos le descubrieron el amor humano,
sincero y desinteresado, y en él pudo rastrear las huellas del divino. Aunque, como todas, su familia no fuese perfecta, algo
tendría para que Jesús pudiera encontrar en ella el símil para definir a
quienes cumplen la voluntad del Padre. La familia está llamada a desarrollar el
amor humano sin ponerle límite alguno. El pueblo está llamado a ponerse en
manos de Dios con la confianza del salmista para llegar a ser familia, casa, hogar para
todos los sin techo.
Una casa para todos |
Gracias Javier
ResponderEliminarA ti, Carmen. Un abrazo.
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