25/05/2025 – Domingo VI Pascua
Conciliarse en el camino
Hch 15, 1-2. 22-29
Sal 66, 2-3. 5-6. 8
Ap 21, 10-14. 21-23
Jn 14, 23-29
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Estamos ya perfectamente familiarizados con la imagen de los concilios. Lucas nos trae hoy noticia de lo que se ha llamado el primer concilio de la Iglesia, celebrado en Jerusalén. Nuestro primer impulso es intentar entenderlo a la luz de éstos, pero se discute que sea una buena idea. Aquella primera comunidad constituida en asamblea tuvo que comenzar a delimitar opciones y así personas concretas asumieron diferentes roles. Sin embargo, tuvieron la voluntad de no construir desde la nada y dejarse aconsejar y lo expresaron formalmente: “el Espíritu Santo y nosotros…” De acuerdo con esa guía, el primer documento magisterial conocido designaba enviados autorizados, tranquilizaba a creyentes recién llegados y prescribía una normativa que pudiese ser aceptada por todos. Es conocida la preocupación por la pureza en el Antiguo Testamento, pero ni a los nuevos se les quiso amedrentar ni a los veteranos ningunear. Por eso a lo que ya todos conocían y, justo por eso, no se nombró, como no robar, no matar o no seguir ídolos, se añadió lo estrictamente necesario que acentuase el respeto a Dios en la alimentación y a los hermanos en las relaciones personales.
Lo que se produce aquí es un paso de lo privado a lo universal; a lo humano, sin más etiquetas. Esto no convencerá a todos. El Espíritu trabaja, pero cada uno tiene que dejar atrás su propia perspectiva. Lo normal es precisamente lo contrario: lo que nos ha resultado útil durante generaciones es lo verdadero y todos deben amoldarse a ello. A ser capaz de cuestionar este planteamiento y abrirse a lo que se intuye y se percibe como sugerido se le llama humildad, que, no en balde, comparte raíz con humanidad. Es también prueba de auténtica vinculación con el Espíritu que siempre es nuevo y no se deja atrapar por la preservación de lo particular. Es reconocimiento del rostro de Dios que ilumina a todos los seres humanos y hace cantar a todas las naciones. Así lo dice el salmista y lo confirma Juan en su Apocalipsis, donde la nueva ciudad con sus 12 puertas y sus 12 columnas se abre a la universalidad, pero carece de Santuario que privatice a Dios.
El Espíritu había sido prometido por Jesús como abogado y defensor. Él asegurará que no nos perdamos; nos enseñará y nos recordará todo lo que Jesús dijo e hizo. Jesús nos deja su paz, no la del mundo que puede asustar bastante porque se edifica sobre un equilibrio bien delicado y nunca es del todo real. Véase el telediario y se hará patente la diferencia. Esa paz de Jesús anida en el alma humana. Dejarse conducir por el Espíritu, cuestionarlo todo, abrirse a lo nuevo, es, para nosotros, guardar por amor la palabra de Jesús y actualizarla en nuestra vida diaria. No se nos dio para custodiarla, sino para lanzarla a los cuatro vientos y hacerla carne. La palabra es del Padre y el Padre es mayor que Jesús. Pese a su naturaleza divina, Jesús no deja de ser humano y no agota la realidad de Dios. Todo cuanto él dijo e hizo no es todo lo que podremos encontrar en Dios cuando, por fin, seamos plenamente en él. La humanidad de Jesús nos muestra lo común que podemos humildemente compartir con todos. Para conseguir asentar la nueva ciudad hay que trabajar la cimentación universal en la que nada ni nadie sea extraño; hay que dejar de lado lo particular en beneficio de lo total. Hay que plantearse, mejor, si los concilios que en la historia han sido se han asemejado o no a ese primero en el que el Espíritu se impuso sobre lo privativo. Todo indica que hay que conciliarse en el camino común.
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Conciliarse en el camino |
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