21/05/2017
Domingo
VI Pascua
Hch
8, 5-8. 14-17
Sal
65, 1-3a. 4-7a. 16. 20
Pe
3, 1. 15-18
Jn
14, 15-21
Poco a poco se extiende por el mundo la vida
que brota de la comunión vivida entre los hombres y Dios. Hasta Samaría ha
llegado ya la buena noticia: ¡Dios te ama! Felipe el diácono se lo hizo
claramente visible y los samaritanos lo reconocieron presente entre ellos,
hasta el punto de poder dar razón de su fe presentando su propia vida como
ilustración: “Esto hizo el Señor conmigo…”
Jesús sabe que debe dejarnos para que podamos
recibir la plenitud del Espíritu. En Jesús, Dios compartió con nosotros todo aquello
que es común a cada ser humano pero Jesús no agotó en sí la divinidad, fue
siempre un hombre de su tiempo y su cultura y más allá de su tiempo y de sus
fronteras un mundo entero está todavía a la espera. Su definitiva
transfiguración pascual reveló a sus amigos que la unidad de Jesús y el Padre
era el hogar donde el mundo estaba llamado a habitar. Esta es la razón que,
como los samaritanos, nosotros podemos argumentar: “Así habitamos en mi
interior; nunca estoy solo; nunca soy solo uno”.
El Paráclito es aquél que ha sido convocado
en nuestra ayuda para mantener vivo en nuestra alma este fuego que arde sin
consumirnos. Podemos reconocerlo porque mora en nosotros, porque él, el Hijo Jesús
y el Padre: Dios, se hace uno con nosotros. El mundo no lo reconoce porque no
se ha parado a mirar dentro de sí mismo. Le falta el toque de atención que
Felipe dio a los samaritanos, revelándoles lo que sólo un verdadero maestro
puede mostrar: a Dios mismo llamándoles desde el fondo de su alma mientras les
abre los ojos para ver un mundo nuevo, sin endemoniados ni parálisis capaces de
amortajar sus vidas.
Jesús vive y el Espíritu sopla su aliento
sobre el rescoldo que en nosotros mantiene vivo su amor. La llama que prende es
el fuego que puede iluminar al mundo y mostrarle al Dios que lo acuna a la
espera de su despertar.
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