11/06/2017
[Trinidad]
Ex
34, 4b-6. 8-9
Dn
3, 52-56
2
Cor 13, 11-13
Jn
3, 16-18
Una de las pocas seguridades que podemos
enarbolar es que Dios es Amor. Dice la Escritura que es amorcito del bueno, del
que se da a sí mismo sin esperar nada. Amor, con mayúscula, es aquello que te
impulsa a buscar el bien de los demás, a regar una flor y dejarla en su terruño
para que crezca y se abra al mundo antes de arrancarla para que tan solo tú,
fugazmente, puedas disfrutar su perfume. Ese es el Amor que Dios es.
Una porción de la humanidad ha conseguido
escabullirse al instinto y saborear experiencias que otros muchos tan sólo pueden
imaginar como propias, si acaso, de otros mundos o dimensiones. Y esa porción,
estadísticamente reducida, aún encuentra justificación para tallar las flores.
El ser humano continúa su proceso evolutivamente abierto y en él se le auto-ofrece
el Amor como meta y como Realidad a descubrir y estrenar.
El Amor es siempre un dinamismo, contiene en
sí dirección, intención e intensidad. Por eso Dios, no puede ser simplemente
uno. Ya Moisés fue testigo del canto de esta pluralidad. Entre el Padre, origen
que da de sí cuanto es y el Hijo, destino que acoge y devuelve lo recibido sin
acapararlo pero habiéndolo transformado ya según su propia originalidad, se
establece un incesante fluir de vida al que llamamos Espíritu. Él une al Padre
y al Hijo, es la respiración de Dios, su voz y la comunión que ofrece al mundo.
Es el don de Dios. En nuestro nivel: Somos imagen de Dios, pero estamos
llamados a ser semejanza suya. Semejante a Dios es quien obra como él y sin
retener nada, entrega a los cercanos lo recibido más lo que él pone de su
propia parte. Se hace así semejante a Dios Hijo. Aquello que circula es
humanidad en plenitud, dada y recibida, Dios Espíritu Encarnado que anida en
nuestra historia.
Como los tres son Uno, la unidad de nuestra
propia realidad está en vivirse en el dinamismo de dar y recibir. Vivir en la
contemplación de esta realidad es abrirse al misterio que reverencia a la realidad
entera, contenida en el seno de Dios, y funda la acción decidida por un mundo
mejor que quiere bailar en un compás de vals y pretende que ningún hermano
quede fuera del concierto: que todos puedan saludarse con el beso de la paz. El
don de la Unidad es Dios mismo que nosotros captamos como Espíritu, expresión
del ser amoroso de Dios que nunca arranca flores ni pierde la esperanza en que
los hombres le acepten.
Caritas Müller, Trinidad Misericordiosa |
"Queda el alma,
ResponderEliminarorientada,
al agua,
a la tierra,
husmeando siempre,
hacia la luz
y hacia el murmullo de la herida
Muestra unas manos
y me duele
pues de clavos van,
desprendidas,
esperando sanar...
Un Silencio
en Amor las repara
y de ternura
las concilia..."