19/11/2017
La hilandera y el hilo.
Domingo XXXIII Ordinario
Pro 31, 10-13. 19-20. 30-31
Sal 127,1-5
1 Tes 5, 1-6
Mt 25, 14-30
Somos hijos de la luz. Es, pues, difícil que la
tiniebla nos engañe a no ser que creamos en la perennidad de nuestra herencia y
en la necesidad de protegerla contra los ataques de alrededor. Nuestro mayor
peligro es no comprender la naturaleza del don recibido y pensar que se nos ha
dado una respuesta válida para todo tiempo y circunstancia. Somos hijos del día.
Vivimos sin ocultarnos a los ojos de nadie, expuestos a la mirada y el juicio
de todos, también a los de Dios. Él es el único que comprende el motivo oculto
de cada uno. Es más, resulta ser él quien ha posibilitado que cada uno disponga
de lo necesario para que nuestras manos alcancen la rueca y el huso.
El Señor ha delegado en nosotros la posibilidad de
entretejer con la vida nuestra labor más cotidiana para hacer de ella el manto
del rey que llegará sin advertirlo. Cada uno ha recibido la capacidad
necesaria, los dones adecuados; es la genética divina que nos capacita para
cooperar con Dios en su obra. Todos recibimos aquello que se acomoda más a
nuestro propio ser. Es la conjunción de la posibilidad recibida con la propia
disposición la que se va abriendo paso para crear una realidad nueva. No
importa tanto la cantidad de dones recibidos como el uso que hagamos de ellos
pues el Señor quiere segar donde no sembró y recoger donde no esparció. No es
un Señor acomodado que pesque en pecera sino que está siempre en camino,
ensanchando las fronteras del Reino. Es el dinamismo que en el continuo movimiento
de la rueca se autoentrega en un movimiento constante. Quiere unir los retazos de realidad y
permanecer allí sosteniendo el tapiz que es la creación en su continuo entretejerse.
¿Qué espera Dios de nosotros? Que lo introduzcamos
en el mundo. El don de Dios es Dios mismo. Dios es, a la vez, la hilandera y el
hilo y nos llama a ser agujas capaces de penetrar la materia dispersa de este
mundo, a traspasarlo y dejar en él aquello que lo cohesiona y le da unidad,
aquello que se funde con sus fibras más íntimas recomponiéndolo y volviéndolo a
su ser. Enterrar el ovillo es dejarse desbordar por el escrúpulo que el propio
Jesús no tuvo en su vida. Él se expuso a todos los ambientes y en todos ellos
calibró la validez de la tradición y la costumbre. Así pudo hacer de ella manto
con que cubrir al desnudo y lienzo con que amortajarse. Enterrarlo, sin
embargo, es pretender que el mundo está ya completo y darlo ya por concluido, no sea que algo del hilo se
desperdicie; es pretender que todo debe ya amoldarse a lo conocido. Nos será
preciso renunciar a pensarnos guardianes del orden y celadores del propio Dios
pues el Espíritu va ya por delante abriendo el surco para la aguja. En cambio,
quien gasta el ovillo engranando retales de este mundo en perpetuo movimiento
tendrá siempre la comprensión del hombre como la extensión de Dios que se une a
los demás para bordar juntos el gran tapiz de la creación. Ése podrá aprovechar
incluso el ovillo que el otro enterró porque reconocerá en él la perla que posibilita
la unión con otra porción del centón. La realidad nos reserva aún grandes
sorpresas y estamos llamados a unificarlas en un único bordado; mientras tanto,
no dejemos que nada ni nadie se nos pierdan por el camino.
Dios: La hilandera y el hilo |
"...tres madejas de colores, voy tirando de tu lana, a mis ojos, tu Palabra se presenta, sí,
ResponderEliminartrenzada..."
"...manejando mi silencio, voy bordando un camino, voy tejiendo coloridos, enhebrando mis sentidos,...
...suave hilván que alumbras mi telar,...
...mis nudos son eternos, pues nacen del Vacío, del Río, cuya agua todo puede..."