21/01/2018
Las manos del desierto
Domingo III Ordinario
Jon 3, 1-5. 10
Sal 24, 4-5ab. 6-7bc. 8-9
1 Cor 7, 29-31
Mc 1, 14-20
Cuando arrestaron a Juan, Jesús hizo lo mismo que
Jonás. Marchó a predicar a los galileos, un pueblo indigno y despreciado por
los judíos, del mismo modo que el profeta marchó a convertir a los ninivitas,
enemigos y paganos. Algo incomprensible para todo el pueblo y para el propio
Jonás. Incomprensible también para los judíos que Jesús se dirigiese a ese
territorio del que difícilmente, pensaban, podría salir algo bueno. Tampoco
Jonás pensaba que Nínive mereciese el perdón y la misericordia de Dios le
resulta insoportable. Es natural, tan solo caminó uno de los tres días
necesarios para atravesar la ciudad y conocerla a fondo. Sus habitantes se
convirtieron antes de que él pudiera completar su propia conversión.
Sin embargo, Jesús, venía del desierto, de abrir su
corazón al Padre y en sus cuarenta días allí había aprendido a dejarle las
puertas abiertas. Toda su vida fue un proceso en el que fue descubriendo día a
día la huella de Dios en sí mismo y en los demás. El arresto de Juan fue el
detonante que le hizo comprender que el Reino empezaría enraizándose entre los
extranjeros, entre los despreciados por el Templo, entre los trabajadores
humildes… a todos estos, los llama por su nombre. El mensaje de Jesús se centra en la llegada
del reino de Dios y en la invitación a los más humildes a acoger la buena
noticia de que ellos están en condiciones de reconocer esa llamada mucho antes
que otros ¿Por qué? Porque, como los ninivitas, no albergan en su corazón la
soberbia de quienes se creen ya dignos por sus obras.
También estos humildes deben convertirse de sus
propias faltas, claro, deben abandonar un estilo de vida apegado a este mundo.
Incluso los pobres de solemnidad pueden apegarse a sus circunstancias y quedar irremediablemente
aprisionados en ellas. Sin embargo, cuando los que ríen vivan como si no lo
hicieran, quienes lloran podrán vivir sin lágrimas, cuando los comerciantes dejen
de disfrutar de los privilegios que su posición les proporciona y quienes
compran aprendan a vivir libres como si no poseyeran algo que guardar y
proteger, todos podrán vivir en armonía y volcados los unos hacia los otros,
sin que nadie posea a nadie, ni el hombre a la mujer ni viceversa, sin
relaciones de dominio ni dependencia entre nadie. La conversión que pide Jesús
es la que da a luz un orden social diferente. No nos pesa ya el apremio que
Pablo exhibe en sus cartas, al menos no por la misma razón, pero nos sigue
siendo necesaria la súplica del salmista para que el Señor nos revele sus
caminos.
El desierto nos sigue siendo necesario, él es la
puerta hacia la transformación del mundo. En él liberamos nuestras manos de
tanto lastre que arrastramos. Solo así, vacías, están listas para desgastarse. Ponemos
normalmente el acento en el trabajo en equipo para poder echar la red de forma
provechosa, pero el primer requisito es que cada uno haya atravesado primero
todas las arenas y dejado en ellas cuanto ocupe en su alma el espacio reservado
a los demás, solo así podrá llegar hasta la orilla del mar y cooperar en la
pesca de forma afectivamente efectiva. Transmitimos la invitación que recibimos
en la medida en que nosotros mismos la aceptamos y vivimos. Llegamos al alma de
los demás en la medida en que vaciamos nuestras manos para entrelazar, libres,
las suyas.
Mario Irarrázabal, Mano en Atacama |
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