19/05/2019
Del Amor y el urbanismo.
Domingo V de Pascua.
Hch 14, 21b-27
Sal 144, 8-13ab
Ap 21, 1-5a
Juan 13, 31-33a. 34-35
Solo el amor nos sirve como seña de identidad. Pero
no cualquier amor, sino ese mismo con el que Jesús amó a sus amigos: el amor de
Dios. Jesús vivió sumergido en ese océano que es el amor del Padre, allí
respiraba la realidad divina que después exhalaba cada día sobre los demás. Amar
como Jesús amó es amar como el Padre ama pero con un acento humano y personal,
intransferible. Jesús transmite el amor que recibe haciéndolo suyo, acogiéndolo
y entregándolo con su propia huella, con su estilo, sin apropiárselo ni
guardarse nada. Jesús, Hijo del hombre, ha glorificado a Dios en su vida, ha
ido haciéndole espacio en su propio ser para que llegara a ser plenamente en su
interior. Al mismo tiempo, Dios lo ha ido glorificando haciéndolo uno consigo
mismo y su humanidad será, en breve, perfectamente unida a la divinidad que,
desde el principio, lo habitaba en germen. También nosotros estamos llamados a
acoger, personalizar y transmitir el mismo amor que recibimos. Amar como Dios,
sin guardarnos nada. Amar en el amor de Dios, sustentados en él a imagen del
amor tangiblemente recibido de Jesús, cuya humanidad compartimos y nos sirve de
guía.
Amar como Dios en Dios y dar a luz un mundo nuevo,
una nueva Jerusalén, un espacio habitable, bueno para todos los hombres y
mujeres, donde Dios y ellos puedan residir en paz dejando atrás cualquier
injusticia, priorizando el bien de cada persona por encima de cualquier otra
cosa. Es esta una ciudad viva, que deja en su interior sitio a Dios, que no
pretende imponer un orden propio, sino que abre su geometría al amor del Padre
para edificar un urbanismo digno del bien de la humanidad. Dios nos regaló la
necesidad del contacto humano. Nos hizo seres capaces de remediar nuestras
carencias en el trato con los demás. No quiso hacernos dependientes de él pues
nos quería libres, por eso nos puso a los unos en manos de los otros, pero como
tampoco nos quiso solitarios se escondió en el interior de cada uno como
impulso para acercarse a los otros, como una agazapada semilla de amor. Así, en
cada encuentro entre dos seres humanos él podría estar presente. En el corazón
de cada ciudad, de cada pueblo o aldea, está Dios citándose con todos sus
habitantes y visitantes. El corazón de cada núcleo habitado es el centro de
gravedad que atrae hacia si a propios y extraños. Así como la selva es imagen
de la fecundidad del mundo, abierta a infinitas posibilidades, y el desierto lo
es de la escucha que elimina cualquier traba para que esa fecundidad sea real,
la ciudad, la población, lo es del orden querido por Dios, de la humanidad
reunida en torno a un centro aglutinante y abierta a todos que se deja habitar
por Dios y exilia la muerte, el luto, el llanto y el dolor porque se urbaniza
según el amor que todo lo hace nuevo.
Ese es el reinado de Dios; lento a la cólera y rico
en misericordia. Él es cariñoso con todas sus criaturas y las reúne y gobierna
de edad en edad hablándoles al corazón y revelándose en sus encuentros. Somos
libres de organizarnos como queramos con tal que reconozcamos su imagen en cada
hombre y mujer. Con la claridad de esta certeza, la primitiva Iglesia se fue
extendiendo ofreciendo al mundo entero todo lo que Dios hacía nuevo y dando
gracias por los frutos que obtenía ¡Qué
importante fue para ellos saber renunciar a lo pasado para dejar sitio a la
novedad floreciente de la Pascua!
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