08/09/2019
En equilibrio sobre el filo.
Domingo XXIII T.O.
Sb 9, 13-18
Sal 89, 3-6. 12-14. 17
Flm 9b-10. 12-17
Lc 14, 25-33
Nos pasamos muchas horas queriendo conocer los
designios de Dios. Nuestra obsesión por tenerlo todo controlado obedece a esa
estrategia de supervivencia que debió
servirnos bien en el pasado pero de la que estamos llamados a deshacernos. ¿Por
qué? Porque hemos querido colocar a Dios bajo el microscopio pero al asomarnos
al ocular y cerrar el otro ojo no percibimos que, con en el guiño y los
aumentos, hemos perdido la perspectiva. Al centrarnos en el detalle aumentado
perdemos de vista el conjunto que le da sentido y hacemos de él una ley
inamovible, un sinsentido. Y al renunciar a nuestro punto de vista, perdemos la
situación, el contexto vital en el que Dios se nos da y malogramos lo percibido
convirtiéndolo en una verdad absoluta. Otro sinsentido. Y es que creemos, sin
duda alguna, conocer a Dios pues ciertamente algo de él hemos visto y pensamos
haberlo comprendido y hecho de él una realidad lógica. Lo que muchas veces nos
falta es la humildad de pedir la sabiduría que nos mantenga abiertos al don del
Espíritu y nos permita reconocernos como la tienda en la que él habita,
sintiéndonos más bien palacio desde el que gobierna por medio nuestro.
Y así ha sido durante siglos y todo nos parece que
está bien porque estamos convencidos de haber edificado sobre un sólido
cimiento. Sin embargo, lo más recio que podamos erigir, durará tan sólo un
suspiro ¿Qué son mil años en su presencia? Apenas un soplo y pensamos que esta
construcción nuestra que dura ya dos mil está llamada a la eternidad ¿Qué es
eso para este Dios nuestro que nos pide odiar a cuantos nos son queridos? Ya
sabemos que la expresión está formulada según el extremoso carácter de la época
y que ese odio habrá que interpretarlo por desprenderse de… pero eso no le
quita mordiente a la declaración: Para ir en pos de Jesús hay que cargar con la
cruz de abandonarlo todo y aceptar la incomprensión que cualquier acto
verdaderamente profético acarrea siempre. Porque para desposeerse verdaderamente de todo hay
que hacerlo también de nuestra propia imagen de Dios y dejar que vaya
revelándose Aquél que llama a nuestra consciencia desde nuestro propio
interior.
Lo supo bien Pablo, que en su fogosidad hubiese
querido abolir la esclavitud, pero el Dios que descubrió le hizo comprender que
de nada sirve eso si no se cambia el corazón de los amos y mando a Onésimo volver
y a Filemón acoger para vivir desde un nuevo cimiento, desde un reconocimiento
perfecto del enemigo, de la dificultad. La mejor abolición es la que se produce
cuando algo se ha descubierto antiguo y caduco, cuando en el corazón no queda
espacio para el dominio. La cruz del profeta es no transfigurar el mundo con la
suficiente rapidez; es soportar el peso de la incomprensión y de la condena de quien quisiera correr más; es
hacer suyo el dolor de quien aún no ha sido liberado; es situarse en el lugar
de los últimos para no dejarse a nadie atrás en el camino de vuelta; es
reconocer el mal y mantenerse firme ejerciendo la fuerza justa para denunciarlo
y descubrirlo ante todos sin ceder a violencia alguna; es llevar consigo el
peso de la renuncia a hacerlo todo siempre a su modo; es vislumbrar en el
horizonte la esperanzadora luz de quien transitó antes que él por el mismo sendero.
Es vivir siempre en equlibrio sobre el filo.
En equilibrio sobre el filo |
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