sábado, 21 de noviembre de 2020

EL REY QUE CAMINA CON SU PUEBLO. Domingo XXXIV Ordinario.

22/11/2020

El rey que camina con su pueblo.

Domingo XXXIV T.O.

Ez 34, 11-12. 15-17

Sal 22, 1-3. 5-6

1 Cor 15, 20-26. 28

Mt 25, 31-46

Si quires ver las lecturas pincha aquí 

Una característica esencial de la monarquía es que sólo puede existir un soberano, un mon-arca (un solo jefe). Es lo suyo. Si Cristo es el rey del universo no es posible que exista ninguno más; ni siquiera yo. Estamos siempre tentados de ocupar un trono que no es nuestro. El castellano nos permite poner en relación al rey con lo real. Este rey, sólo éste, nos muestra cual es la realidad. Él es el desvelamiento de lo definitivo, el criterio mismo de Dios. Durante toda la Biblia este criterio ha sido siempre no dejar atrás a los últimos. Para explicitar esto se hizo hombre el propio Dios; para dejar claro que ningún ser humano le es ajeno pues comparte con todos aquello que a todos nos hace humanos. Y al hacerse hombre comparte también con todos, al menos, una chispa de divinidad. Es esa chispa el enlace directo que tenemos con Dios. A través de ella él se comunica con nosotros y gracias a ella nos es posible comunicarnos con él a través de los demás. Así visto, todos somos vicarios de Cristo y de forma especial quienes van quedando al margen de la normalidad social. Esto lo creían ya los cristianos de los primeros tiempos. Y en esta convicción basaban su apuesta decidida por imitar en todo el comportamiento de Jesús que estuvo siempre al lado de los apartados. Esta actitud es una respuesta clara y decisiva a la vocación personal que Dios dirige a cada uno a través de esa chispa divina que le habita y es también vínculo de unidad entre todos.

Esta forma de vida es colaboración explícita con Dios en su obra de creación. Dios está creando continuamente al mundo, lo sostiene en sí mismo y cualquier imperfección que en él se dé puede ser subsanada por nosotros que vivimos inmersos en sus coordenadas. Todo lo que, sin embargo, quede sin reparación lo redimirá él finalmente. En eso consiste su omnipotencia: en que ni el mal ni la muerte tendrán finalmente la última palabra porque él es, en primer lugar, el rey real que sale en persona a buscar a cada una de sus ovejas para atenderlas íntimamente y, en segundo lugar, es aquél que ha vencido a la muerte y nos llama a todos a la vida. Aquello que nosotros no consigamos salvar queda en manos de Dios, pero nada ni nadie se pierde. Las lecturas de hoy nos colocan en el contexto del año litúrgico que termina. Al final de los tiempos será Cristo quien presente a Dios un mundo transfigurado para que él pueda serlo todo en todos. Pero esa transfiguración está siendo ya obra de todos.

Refiriéndose a esta parábola del juicio final, Anthony de Mello decía que nadie es por completo bueno o malo, oveja o cabrito. Creo que está bien recordar esta ambivalencia nuestra, porque todos somos seres en desarrollo, en crecimiento; no estamos nunca terminados. Vivimos en un continuo proceso en el que estamos invitados a vivir la experiencia del salmista mientras celebramos la vida que entregamos y recibimos de los demás. Estamos inmersos en un proceso de construcción mutua que llamamos amor. Nuestra constante tentación es detenernos en ese trayecto y coronarnos como reyes de nuestro mundo; desoír nuestra vocación primera e intentar saciar nuestra sed esencial en cualquier charca renunciando a encontrar el manantial original. Cristo es el mon-arca, el único Señor y no nos deja nunca. Necesita, eso sí, nuestra voluntad de querer caminar con él, con este rey que camina con su pueblo como uno más.   

 

El rey que camina con su pueblo


 

 

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