17/04/2022
La piedra angular.
Domingo de Pascua.
Hch 10, 34a. 37-43
Sal 117, 1-2.
16ab-17. 22-23
Col 3, 1-4
Secuencia
Jn 20, 1-9
Si quieres ver las lecturas, pincha aquí.
Todo
lo conocido se ha puesto del revés porque aquello que creíamos inamovible ya no
se sostiene. María Magdalena es la primera en percibir que algo no marcha como se
esperaba y, finalmente, se aclara todo: el cuerpo de Jesús no está. Sólo puede
pensar en que alguien se lo ha llevado. Los apóstoles a los que recurre tampoco
lo tienen nada claro. Sin embargo, poco a poco se va asentando la convicción de
que verdaderamente el Padre le ha resucitado. Esta nueva lógica se impone
porque parte de aquello que vivieron junto a él en vida y que ahora se ve
reforzado por la certeza absoluta de que Jesús vive. Decimos
vive, en presente, porque sigue y seguirá vivo por siempre. Así lo había dicho
en vida, aunque nadie lo entendió. A la luz de lo ocurrido todo adquiere un
nuevo sentido.
Los exégetas afirman que la
tumba vacía no es, por sí misma prueba de nada, pero pone de manifiesto que
todo ha cambiado. El consenso que existía sobre Jesús entre sus amigos es que
pasó haciendo el bien. En vida abrió un resquicio para la esperanza que
consiguió llenar la vida de muchos. Lo sembrado no se quiebra tras la
desaparición del sembrador porque el fruto es real. Esa esperanza no fue una
efervescencia, sino una realidad que creció a partir de una experiencia concreta.
Quienes, pese a la perplejidad del primer momento, comprendieron que la
resurrección era cierta fueron quienes habían resucitado ya en vida. Jesús sanaba,
pero no sólo físicamente; Jesús proporcionaba también un sentido a la vida de
la gente que dejaba de verse con los ojos de sus jueces y victimarios para verse
con los ojos de Dios. Jesús les transmitió que eran hijos amados y aupados
hasta los brazos de la madre y padre que es Dios. Semejante perspectiva les revelaba
que no podían ya morir. Mucho menos Jesús.
Hay que estar a este lado de la
tumba para poder percibirla vacía. Quien permanece aún en ella la ve todavía
llena; llena de sí mismo, de quien no consigue desprenderse de aquello que lo
sujeta y lo mantiene aún dormido. Buscamos lo nuevo pero la novedad no puede
alcanzarse si no se le deja sitio y se le da oportunidad. No existe nada que se
improvise. Percibir la resurrección es comprender que no hay posibilidad alguna
de morir y ese descubrimiento tan solo es posible a partir de la detección de
la intervención cotidiana de Dios en cada uno. La pregunta definitiva podría
ser ¿De qué me ha salvado ya Jesús? ¿De esta realidad mía, ya salvada, cuánta
pongo a disposición de los demás? Es preciso cambiar la piedra angular que
sostiene nuestro propio edificio, no sea que todo él se nos derrumbe en cuanto
el sentido se nos agriete y no podamos afianzarlo de nuevo. Se nos pide que aspiremos
a los bienes de arriba; que abandonemos una existencia centrada en lo
transitorio para asentarnos sobre el cimiento que realmente nos proporcione ese
sentido que, primero, nos sostenga en los peores momentos y, segundo, nos
afirme en nuestra dedicación al anuncio de la buena nueva y a la lucha por la
justicia. La fraternidad cristiana no es una simple unión de bienintencionados,
sino que encuentra su verdadero sentido cuando se vive como compromiso en que
no haya lienzos, sudarios ni mortajas que puedan separar a unas personas de
otras.
La piedra angular |
No hay comentarios:
Publicar un comentario