19/02/2023
La perfección
Domingo VII T.O.
Lv 19, 1-2. 17-18
Sal 102, 1-2. 3-4. 8. 10.
12-13
1 Cor 3, 16-23
Mt 5, 38-48
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En nuestra
comprensión moderna, el prójimo es el próximo; aquel a quien nos “aprojimamos”,
nos hacemos cercanos. Sin embargo, la sentencia del Levítico tiene un carácter
restrictivo. Para este libro, prójimo es el compatriota. La comunidad de los
hijos de Israel se formó a partir de grupos fugitivos que se habían ido congregando
bajo el liderazgo del carismático Moisés. A este nuevo pueblo se le pedía
santidad. No podía estructurarse de forma similar a los otros pueblos, sino que
debía recrear la misma forma de relación que Dios tenía con ellos. Esa misma
que el salmista recordará siglos más tarde y que en la conciencia hebrea de
aquel momento inicial se extrapolaba desde la interioridad a la organización
política y social. Así fue como, pese a todas sus diferencias internas, aquel
pueblo consiguió sobrevivir hasta nuestros días mientras que otros, mucho más
poderosos que él, se difuminaron entre las brumas de la historia. Al aceptar la
alianza con Dios y convertirse en pueblo elegido se les reveló el dinamismo
divino del amor y la misericordia como motor central de sus relaciones íntimas.
Sobrevivieron porque, a pesar de sus enconadas diferencias, supieron amarse
como Dios los había amado a ellos y de la nada llegaron a ser pueblo.
Jesús llegó
de improviso y alteró aquel ecosistema exclusivo. Ese amor ya no iba dirigido
solo a los compatriotas, sino a todos los seres humanos. La Ley alcanza su
sentido al profundizarse y superarse. Lo que valió para el pasado debe abrirse
al futuro de una forma insospechada. El enemigo es aquel que nos hace daño; no
es quien solo piensa distinto o, simplemente, elige otra forma de vida. Es
quien nos ataca para imponer su posición sobre la nuestra. A ese es a quien hay
que amar. De lo contrario ¿cómo podremos ser perfectos? La santidad a imitar es
la de Dios, que da lo bueno a todos, no solo a sus elegidos. Esa elección es
precisamente para esto: para mostrar al mundo la calidad del amor de Dios. Por
eso es preciso amar al enemigo y no devolver mal por mal. Jesús no habla de
resistencia pasiva, sino de acción amorosa que nos mantiene en el camino de un
progreso constante porque, pese a lo que nuestro orgullo pueda decirnos, no
somos el final del camino; nos queda mucho por hacer y llegar a ser todavía.
Dios es amor y el amor es dinamismo. No esperamos el retorno de un mesías que
plenifique lo estancado, sino que estamos en camino hacia la plenitud que Jesús
llamó Reino de Dios.
La sabiduría de este mundo es engañosa porque no desvela la profundidad de las cosas. Al contrario, las presenta como realidades desligadas. Sin embargo, todo es nuestro. Nada hay que pueda dominarnos: ni el mundo, ni la vida, ni la muerte… Todo nos pertenece. El amor de Dios nos ha colocado por encima de todo eso porque nos ha concebido en referencia a Cristo que es la personificación de su palabra, de su propia acción amorosa. Así, somos Templo donde habita el Espíritu, nos recuerda Pablo. El Espíritu es amor entregado y acogido. Es amor en movimiento. Es gracias al Espíritu que podemos avanzar hacia ese Reino amando al enemigo. El amor siempre es exigente y el nuestro clama porque se cumpla la justicia divina y se respete a todos sin que el odio colonice nuestro corazón. Gracias a él podemos hacernos disponibles a todos, incluso a los malvados, sin que su maldad nos contamine.
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