29/03/2024
He aquí al
hombre.
Viernes Santo.
Is 52, 13 – 53, 12
Sal 30, 2. 6. 12-13. 15-17. 25
Heb 4, 14-16; 5, 7-9
Jn 18, 1 – 19, 42
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Somos amando, decíamos. La
reflexión cristiana llegó a formular que Dios era amor y que en su amar originó
todo lo real. Y en todo eso que es real hay rastro suyo. Todo es manifestación
de Dios. También el ser humano, claro, y en grado superlativo. Este ser es la
máxima expresión del amor de Dios. Hacer de ese amor del que procedemos una
experiencia consciente es tarea para toda una vida. De entre todos los seres
humanos que han existido los cristianos afirmamos que Jesús de Nazaret
consiguió la realización de esa dimensión divina de la forma más clara y
luminosa. De hecho, él mismo llegó a manifestar su identidad con el Padre, con
la fuente original. En él, Dios vivió una vida humana. Pero no fue una vida
cómoda ni regalada, de serlo no habría sido una vida verdaderamente humana. La
actitud de fondo de Jesús puede identificarse con las palabras del salmista.
Confianza en el Padre en medio de toda adversidad. La tradición cristiana vio
en las palabras de Isaías que hoy nos acompañan un anuncio de lo que había sido
la pasión y muerte de Jesús. El autor de la carta a los hebreos subraya el
necesario aprendizaje que, pese a todo, no pudo evitarse.
Así pues, resulta que este Dios
amor que habita en el interior de la realidad encontró en Jesús un ser humano
que le acogió sin reservarse nada para sí. Cuando comprendió la coexistencia de
la naturaleza divina en su interior no la utilizó como seguro ni ventaja
alguna, sino que aprendió, sufriendo a obedecer; a escuchar con atención. Es
esta escucha la que le va marcando el camino. En Jesús, Dios terminó de
comprender el corazón del ser humano y hombres y mujeres pudieron conocer el
verdadero rostro de Dios. Por los trabajos de su alma verá la luz, dice Isaías,
y llegará a la consumación, que no debería entenderse solo como el final, sino
como el éxito definitivo. Llegará a ese final de forma plena, consciente y
voluntaria; sabiendo que es la realización de su íntima verdad la que se da
allí. Para esto vino al mundo; no para morir, sino para alcanzar esa plenitud
que le permita ser verdaderamente. El resultado de esa sinceridad será la
muerte a manos de quienes se vean perjudicados por esa verdad.
No es necesario explicar la
verdad. Por eso Jesús calla ante Pilatos. “¿Qué es la verdad?” Esto que ves; no
hay más. Somos verdaderos al vivir desde lo que somos. La autenticidad que el
mundo busca se encuentra en la fidelidad al amor que nos originó y que nos
encarga ser, de forma consciente, el amor que somos y asumir las consecuencias
que eso nos traiga. Esto es vivir desde la perspectiva de Dios. El propio
Pilatos se convierte en testigo de la verdad que no quiere admitir al anunciar “He
aquí al hombre”. Este que veis, pese a cómo lo veis, es un ser humano cabal que
vive en fidelidad a su propio ser, lo que equivale a decir que vive en
fidelidad a Dios. Pese a lo que pueda parecer, el Señor promete no desampararle
y asegura que conocerá su descendencia y prolongará sus años. Es la inequívoca concepción
veterotestamentaria de bendición divina que en el Nuevo Testamento se convertirá en la
reivindicación definitiva por parte de Dios. Nunca quedará defraudado, sino que
incluso en medio del desmoronamiento más absoluto vivirá siempre en la plenitud
de su propio ser, que es la plenitud misma de Dios. En gran medida, está ya
resucitado, pues ha superado la muerte que es vivir de espaldas a su propio
ser; al ser de Dios en él.
Antonio Ciseri (1821-1891). Ecce Homo (1871) |
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