02/07/2017
Domingo
XIII Ordinario
2
R 4, 8-11. 14-16a
Sal
88, 2-3. 16-19
Rm
6, 3-4. 8-11
Mt
10, 37-42
Perder o ganar la
vida. Todo depende del color del cristal. Jesús nos presenta de nuevo una
posibilidad alternativa a nuestra manera de comprender el mundo. Dejar de lado
aquello que te ate a un pasado ya agotado y renunciar al engaño de promesas de
un futuro que hipotecan tu vida. Es un lenguaje duro, pero más allá de las
personas concretas habrá que pensar en nosotros mismos como el eslabón capaz de
romper la cadena. Ni el ayer ni el mañana tienen ya valor. Tan sólo el presente
puede vivirse como lugar de revelación en el que Dios te habla. Sólo quien es libre puede volver la espalda a
cualquier atadura y abrazar la cruz.
Abrimos los brazos
como la gran puerta que franquea el paso hasta nuestro corazón para acoger las
aguas bautismales que nos incorporan a Cristo y en las que compartimos su vida,
su muerte y su Vida. No abrazamos
simplemente la cruz ni la cargamos con resignación; es un patíbulo intolerable.
Acogemos a quienes en ella encontramos y la acogemos a ella como consecuencia
de una vida nueva en la que no nos guían ya criterios mundanos, aceptamos lo
que nos es ofrecido y nos desvivimos por transmitir a todos el don de Dios: el
hijo de la esperanza, el fruto que el mundo negó a los sencillos, se lo ofrece
Dios a través nuestro. Surgen nuevos lazos familiares, nuevas estructuras y
entramados que cohesionan la realidad de forma diversa, alternativa, sanadora.
El rostro del Señor es la luz que nos guía, su misericordia nos sale al paso en
cada camino, en cada encrucijada. La cruz es el lugar del encuentro entre los
hombres y entre todos ellos y Dios. En ella, la única verdad es la que cada uno
extrae de sí mismo. Es lugar de encuentro porque no queda ya nada a lo que
agarrarte. En cada encuentro, todos renunciamos a algo, todos morimos un poco y
ganamos una nueva porción de vida.
También Dios pierde algo:
un poco de esa trascendencia que nos lo aleja, de esa divinidad que lo ve
siempre inalcanzable y severo. Gana, a cambio, a todos los que, tras
escucharle, se sumergen en el océano de
su misericordia, liberados ya de las ligaduras de la muerte. Así, obtenemos nosotros una nueva ciudadanía,
un nuevo amor que supera cualquier dependencia, un mundo transfigurado en el
que habitar juntos, una libertad en la que respirar a Dios. Inhalar y exhalar…
el Dios acogido y el Dios entregado… ahora, en este instante.
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