23/07/2017
Domingo
XVI Ordinario
Sb
12, 13. 16-19
Sal
85, 5-6. 9-10. 15-16a
Rm
8, 26-27
Mt
13, 24-43
Anhelamos la perfección. Un estado en el que
sea imposible el error y el mal no tenga lugar. Los soberbios lo buscan en sí
mismos y los fanáticos quieren imponerlo a los demás. Todos ellos viven convencidos de su capacidad
para ganarse la salvación, para obrar el bien, su bien, en cualquier
circunstancia. El mal, sin embargo, es persistente. Es el reverso del bien.
Ciertamente, éste es querido por Dios y aquel, no. Pero no existe un ser
maligno que venga a pervertir la siembra del Hijo y al que se pueda ignorar. El
mal crece cuando y donde el hombre da la espalda a Dios y al hermano. Por eso,
uno y otro, se hallan siempre juntos; son imagen de lo que el mismo hombre es:
una permanente posibilidad abierta a la vida, capaz de elegir ente una cosa u
otra.
Jesús habla un lenguaje que sus
contemporáneos puedan entender. Él mismo es también un hombre que debe
explicarse la realidad con las palabras que encuentra en su camino. Late en su
corazón el recuerdo de la acción de Dios con su pueblo tal como el salmo la expresa
y expone los secretos desde la fundación del mundo ajustándose a parábolas que
puedan abrir la mente de los hombres. Son trampolines capaces de expresar lo
inexpresable y lanzar hacia la verdad sin pretender dejar a nadie atado a
ellos. Jesús nos descubre que Dios es clemente, misericordioso y leal, un juez
moderado y un soberano indulgente, lento a la cólera y rico en piedad. Permite
al hombre vivir en su ambigüedad pues no es posible exterminar la maldad sin derogar
su libertad.
Eso no significa que todo le dé igual, ni que
nosotros debamos transigir frente al mal que podamos evitar o reparar. Él nos
quiere hombres-mostaza, capaces de crecer más alto que ningún otro para abrir
nuestros brazos ante la vida y permitir anidar a todas las aves;
hombres-levadura, dispuestos a mezclarse con la masa y fermentarla, hacerla
crecer y fructificar. Hombres y mujeres dispuestos a acoger a todos y a
enraizarse con todos en un mundo común que se asemeje cada vez más al mundo que
Dios soñó desde el principio, cuando lo puso todo en movimiento. Dios se hizo
hombre para ver el mundo con los ojos de los hombres, para hablar con ellos
palabras humanas y poder trabajar juntos, codo a codo. Y sigue presente entre
nosotros como Espíritu que se hace audible y se deja conocer.
Acabar con el mal sería sencillo para un Dios
titiritero que juzgase con la severidad del hombre, pero Dios nunca quiso
manejar marionetas, sino amar a su creación.
Estoy de acuerdo contigo, amigo Javier. Aparenta ser fácil, pero estamos apegados a muchas cosas que nos estorban ser como Jesús quiere.
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